RELATO (Elkin J. Calle)
Vea, paisano, usted realmente no sabe lo que es esto. No puede saberlo
tal vez porque no lo ha vivido. Toda una vida cuidando y queriendo unas tierras
que habíamos hecho buenas y fértiles a punta de trabajo, a punta de empeño y de
ganas, muchas ganas, en especial ganas de que un día a nuestros hijos no les
tocara comer, como a uno, tanta mierda en esta Tierra, en este paraíso del
Señor. Y no es que uno no agradezca, como corresponde, el regalo que significa el
hecho de estar vivo, de seguir vivos, porque a decir verdad esa es una cosa que
se agradece, que agradecemos siempre, todos los días, cada vez que el Sol se
asoma por el horizonte lo primero que uno hace es dar las gracias por esta vida
que aunque no sea vida de todos modos sigue siendo una bendición con todo y que
a veces, y esto hay que decirlo, nos parezca también y de muchos modos una
maldición porque, bueno... La verdad es que no hay derecho a que tengamos que
sufrir tanto.
Como le decía: toda una vida
de trabajo, un rancho levantado a fuerza de sangre y sacrificios, y unas
cuantas fanegas de tierra sembrada que apenas nos daban lo mínimo para
sobrevivir, eso era todo lo que teníamos. Después, nada. Después lo que pasó
fue que tuvimos que dejarlo todo y salirle huyendo pa’l monte porque nos habían
mandado, como antes lo hicieron con otros, una de esas amenazas de muerte si no
desalojábamos el rancho, si no abandonábamos la región. Y, claro, uno siempre
estaba esperando que aquello nunca sucediera, que tal cosa no fuera en verdad
necesaria. Esperábamos y nos decíamos, confiados, que no, que eso no nos iba a
pasar a nosotros, que eso era tal vez porque esas otras personas de seguro
tenían alguna cuenta pendiente con esos señores, algo les estarían debiendo puesto
que les habían mandado a desocupar la casa, las tierras, todo. A perderse de
aquí, granhijueputas, dizque así les dijeron. Que se largaran pa’l carajo o
sino lo que les iba a llover era plomo, a ellos y a los hijos, a toda la
familia. ¿Pero pa’onde nos vamos a ir?, habrá preguntado alguno, y ellos le
responderían que pa’onde les diera la gana, para el infierno si era necesario,
pero que se largaran, que tenían no más que veinticuatro horas pa’ perderse del
mapa, para abrirse del parche, y que si por atolondrados o por dársela de
verracos se les ocurría quedarse entonces que se atuvieran, que afrontaran las
consecuencias. Y así fue, sin entender siquiera el por qué, sin conocer los motivos
ni las razones, tuvieron que irse muchos, tuvimos que irnos todos, nos obligaron
a internarnos rastrojo adentro, selva adentro, huyendo de la muerte con rumbo a
ninguna parte y sin poder siquiera cargar con alguna cosa útil, no más que con
las pobres hilachas de ropa que llevábamos puestas. Ah, vida tan desgraciada,
¿no? Pues vea que a final de cuentas a nosotros también nos llegó la hora y
tuvimos que salir, tuvimos que dejarlo todo, abandonarlo todo, lo mucho, lo
casi nada que a duras penas habíamos logrado construir a lo largo de toda una
vida. Una madrugada húmeda, bajo un leve manto de lluvia, nos marchamos, nos
internamos en el monte, mi mujer y yo, caminando a ciegas en dirección a ninguna
parte, pensando tal vez en cruzar la frontera pero sin saber siquiera
exactamente qué tan lejos estaba ni cómo conseguiríamos cruzar al otro lado. La
vieja iba enferma y apenas si podía dar paso, tanto que a mí me tocó cargarla
casi todo el tiempo, me la eché en hombros algunas partes del trayecto, al
menos mientras pude. Por mi madre que no la iba a dejar botada, abandonada por
ahí. Íbamos así, ella y yo, solos con la muerte que seguía silbándonos en los
oídos su trino de odio, su canción de despedida, íbamos andando a tientas,
tropezando, cayendo y levantándonos otra vez, arrastrándonos en medio de la
oscuridad por entre los matorrales, arañándole el corazón a una selva que se
nos hacía cada vez más densa.
Menos mal que los muchachos ya no estaban. Todos se habían ido largando
años atrás, uno a la vez. A medida que se hicieron grandecitos nos fueron
dejando. Supongo que habrán cogido pa’ la ciudad, aunque no sé cuál, la capital,
supongo, no sé, no sabemos. La vieja y yo no volvimos a saber nunca de ellos.
Es que los hijos son así, ¿sabe?, desagradecidos como un diablo. Al final ni
siquiera les importa la tierra en que nacieron ni el vientre del que un día salieron
berreando a esta vida de miserias. En un segundo se olvidan de la madre que los
parió y se lanzan a recorrer el mundo, desentendiéndose de todo y de todos, sin
mirar pa’atrás, y eso, ahora que lo pienso, tal vez sea bueno, al menos ha de
ser bueno para ellos, porque para qué va a querer uno estar mirando pa’atrás si
pa’allá no se ve más que un episodio de miseria y desolación, un paisaje de
tristezas sin fin, como el que yo veo, como el que estoy viendo ahora cada vez
que echo a mirar hacia esos rumbos, hacia el pasado, asomándome a través de esas
ventanas en que acaban convirtiéndose los recuerdos.
La vieja se me iba poniendo
cada vez más mala, a ratos la sentía temblando de fiebre entre mis brazos y yo
ya casi estaba a punto de perder el aliento en medio de esa oscuridad doble, en
medio de esa noche prolongada, inacabable, en que puede convertirse cualquier
noche cuando uno se ve obligado a avanzar, huyendo, montaña adentro, noche
adentro, convertidos en sombras desgajadas en medio de las sombras, rodeados de
fantasmas, perseguidos por la muerte.
Un grito amargo y seco nos empieza
a temblar en la garganta. El cuerpo todo se nos llena de temblores, la piel se
agita a causa de los espasmos, duelen los brazos y las piernas por los músculos
agobiados. En el pecho, el corazón agitado se desespera en un último esfuerzo. Entonces
a uno le entran como unas ganas tremendas de abandonarlo todo, desistir de todo
y quedarnos allí, simplemente, y dejarnos morir. Lo que uno desea en esos instantes
es la muerte, la bendición de la muerte y sin embargo, nadie sabe por qué,
finalmente pueden más el miedo y las ganas y se impone la voluntad de seguir
adelante, entonces todo se va volviendo un delirio de fiebre que es casi como
un reclamo de vida, sobreviene un empeño desesperado por aferrarnos a la poca
vida que nos queda, que nos va quedando. Y entonces uno sigue así, seguimos por
esos montes animados por una furia nacida del odio, con el pecho inflamado a
causa del dolor y el desconsuelo y al mismo tiempo sintiendo una especie de
odio amargo, una rabia que no se entiende, que no podemos entender, al menos no
en esos momentos, pero que de algún modo se convierte en una suerte de
estímulo, como si fuera esa la única razón de tu vida, tu único apoyo, y es de
allí de donde acabas sacando la fuerza que necesitas para animarte los pasos,
para seguir avanzado.
De noche estos ríos arrastran
rumores de fantasmas. El agua amanecida trae una bruma de muerte que se levanta
al filo de la madrugada. Años atrás las aguas de estos ríos solían venir
atragantadas de cadáveres, haciendo sonar su amargo cascabel mortuorio,
arrastrando cuerpos con la corriente. En noches como esta noche estos ríos
nuestros avanzaban lavando de muertos las veredas, achicándole la sangre a los
peñascos, a los despeñaderos esos por los que tantos paisanos iban siendo
despachados de este mundo. Aliviadero de muertos sin nombre el río bondadoso
intentaba en vano ir armando el rompecabezas de brazos y piernas que avanzaban
flotando de noche al garete de las aguas. Más abajo, el agua amansada los iba depositando,
piadosa, en cualquier recodo, orillándolos, abandonándolos al filo de una playa
en la ribera, para que terminaran allí de mala manera, pudriéndose al sol, el
viaje de oprobio al que fueron condenados. En tiempos de esa mala sombra que se
llamaba Capitán Veneno empezaron estos ríos a oficiar su lenta liturgia
mortuoria acarreando cuerpos corriente abajo, río abajo arrastrando despojos,
intentando ahogar su recuerdo en las aguas turbias pero sin poderlos finalmente
arrancar de la memoria de los vivos, donde permanecen. ¿Acaso no oyes los
gritos? Los lamentos, ¿no los oyes? Yo sí. Puedo oírlos. Sin embargo ahora sé
que no son ellos. No son ellos, no. No son los muertos los que gritan aunque
puedan. No van a gritar más aunque pudieran. Esos gritos que se escuchan son
los gritos de los vivos, los que han ido quedando tras la matanza, los
sobrevivientes del desahucio. Son ellos, sí, y son suyos esos gritos, los
lamentos que ahora se escuchan. Puedo oírlos porque han vuelto, porque
regresan, siempre regresan. Han venido otra vez para pedirnos que no los
olvidemos, que no olvidemos a sus muertos y es así porque ellos saben, como
nosotros sabemos, que sólo una cosa hay peor que la muerte y es el olvido.
El alma se nos quiere salir por la boca, tiemblan los músculos y las
piernas se niegan a respondernos. Nos va faltando el aire en los pulmones y el
hambre empieza a acosarnos con furia de perros rabiosos. De un paso a otro paso,
mil gritos de impotencia, mil gemidos, mil lamentaciones. Mengua la voluntad y
sin embargo, sin que pueda saberse cómo, el pulso se acelera. Hierve la sangre
cuerpo adentro, venas adentro un torrente de furia se dispara. Sangre y sudor
se mezclan y hacen un río que se arrastra, quemando, por sobre el cuerpo casi vencido,
sobre la piel adolorida y lacerada... Ninguna cosa duele más que la impotencia
de no saber qué hacer, aquella como una ausencia de razones, ese no poder
entender el por qué la vida nos obliga a despeñar nuestra existencia por rumbos
tan amargos, por caminos como éstos, por rutas de no saber a dónde ir, y seguir
aún, seguir sin avanzar, sin ir a ningún lado. Los pasos se enredan, las
sombras engañan y en medio de aquel tumulto de ruidos nocturnos que se escapan
de entre el ramaje los caminos se confunden, la ruta se repite y entonces sobreviene
el delirio, uno piensa que estamos avanzando sin avanzar, que regresamos
siempre al mismo sitio y esto es así tal vez porque la vida es precisamente
eso: dar vueltas en círculos, regresar, desandar las rutas por donde antes se
ha transitado. Siempre es así. En caso de que en últimas podamos llegar a
cualquier lado habremos de llegar para empezar de nuevo, para recomenzar, para
iniciar otro episodio de infamia repetida, otro destino de desventuras pero
esta vez en tierra nueva, en suelo ajeno, sin fuerzas y sin futuro, y además
vacíos de vida, escasos de esperanza, con las bocas retorcidas en un rictus de amargura
y los ojos alelados ante aquel paisaje de desconsuelo que es el exilio, ante
aquella existencia sin porvenir a la que acabamos siendo confinados sin razón
alguna, sin causa ni motivo.
El Sol que calienta el
barbecho es el mismo sol que nos va quemando la piel año tras año. El cuero
curtido se vuelve resistente a las inclemencias del tiempo, no hay viento ni
aguacero que puedan doblegarlo. Así es la piel de la Imelda. La piel de mi
vieja es una piel tibia, dulce, perfumada y blanda como tierrita de mayo,
mojadita de agua de luna, olorosa a barro y a tronco seco de palo santo. Su
piel parece hecha de corteza de roble. Tiene una piel recia, templada por los
años. Tanto es así que al final ha podido resistirme todo el viaje sin
quejarse, sin decir nada, caminando cuando ha tenido fuerzas para caminar o
apoyándose en mí cuando le empezaba a faltar el aliento. No se me murió en los
brazos como yo creía y ella esperaba, tal vez, queriendo facilitarme la huida,
creyéndose un estorbo. Boberías que tienen las mujeres. Cómo me iba a estar
estorbando la vieja si a final de cuentas ella es no sólo mis ojos sino también
mis ganas. Esta vida tiene sentido porque está ella: no tenerla es no tener
nada. Si esa vieja se me llegara a morir ahí sí es verdad que se me acaban las
fuerzas, las ganas, todo, incluso la voluntad, esta voluntad de seguir vivo,
porque mi voluntad es ella. Si la Imelda se me muere, si se me llegara a morir,
yo voy a seguirla hasta en la muerte. Si la vieja se me va también me voy con
ella.
A veces a uno le entran como
unas ganas tremendas de seguir siempre así, andando y andando los caminos,
recorriendo distancias, pisando la hierba y dejándose acariciar por las ramas
que se arremolinan formando rastrojos. En ocasiones pienso que está bien irnos de
aquí, dejarlo todo, huir de los recuerdos que se arrastran como sombras, abandonarnos
al mundo allá afuera, permitir que un aire nuevo y limpio nos llene los
pulmones. Me gustaría poderme soltar al viento como una cometa y dejar que todo
lo que me rodea converja en mí y ser al fin una misma cosa con el entorno;
fundirme con la tierra de los caminos, ser a un mismo tiempo el agua del arroyo
y las piedras por entre las cuales serpentea cantarina la corriente, ser las
aves y ser también su vuelo y ser también su canto; sentirme musgo, hierba o
árbol, cualquier cosa, todo y nada, volverme murmullo, fragor o apenas
silencio, y entonces desnudo, menos que eso, desprovisto de cuerpo, libre de
toda atadura, de toda forma humana, confundirme con el verde abrupto y vegetal
del monte para empezar desde entonces y para siempre a ser paisaje. A veces
quisiera esto y otras veces nada. En ocasiones se me ocurre pensar que vale más
esa porción mínima de horizonte que cabe entero en el segundo de una mirada que
una existencia plagada de ausencias como la mía, como la nuestra, porque así es
la vida que hemos llevado: pobre y vacía, una sucesión de instantes
abandonados, un paisaje de desolación, un universo pequeño y triste, muy
triste, untado todo de tristeza por
dentro.
En ocasiones como esas uno sueña con la muerte. Creo que tal vez sea eso.
A veces se me atraviesa a ras del sueño una imagen extraña que yo supongo o
quiero imaginar que es la muerte, la imagen de la muerte. No tiene forma
humana, es más bien una sensación, como algo que percibiéramos a un mismo
tiempo con todos los sentidos y es por eso que alcanzamos a tener aquello en
cierto modo como una presencia, como una certeza. Es un sonido y es también un
color y es un aroma acre con un regusto extraño, con un sabor como el de la
sangre chamuscada, si la sangre chamuscada pudiera saber a algo, y es a un
mismo tiempo una sensación táctil, una caricia arenosa, igual que si unas
falanges de arena te rozaran la frente como queriéndote señalar el fin pero no
es cierto. El fin no llega y en cambio el sueño vuelve y vuelve, se repite,
todo el tiempo regresa y es siempre igual: una sombra, un murmullo que se
arrastra por tu oído hasta doler y después todo lo demás y después aquel roce y
otra vez el vacío y entonces nada porque todo vuelve a ser igual, porque no
alcanzo a vislumbrar el final del camino aunque lo quiera tanto, aunque lo esté
deseando, porque eso también es necesario decirlo: deseo morir. Tan simple como
eso. Ha de ser quizás a causa del agobio que me han ido dejando los recuerdos,
por puro cansancio, no más, porque estoy cansado de vivir, de recordar, cansado
de sobrellevar este poquito de vida que me queda, que nos va quedando mientras
seguimos aferrados inútilmente a un pedacito de esperanza fraguada en medio de
un atado de recuerdos, atisbando a diario en los cajones de la memoria, por los
resquicios que van dejando los años a su paso. Tal vez es por eso por lo que la
muerte me sigue pareciendo cosa ajena. La muerte sigue siendo asunto de los
otros. La muerte es aquello que se descuelga con ruido atronador sobre la
corriente del río arrastrando entre sombras una algarabía de cuerpos
desmembrados. La muerte es el olvido y es ajena. La muerte es la tristeza, esa sombra
que llevamos anclada en el pecho como una herida que nos va doliendo hasta el
último momento. La muerte es la pena, el agobio de andar por la vida sin
encontrar redención ni olvido. Y es seguramente por eso, por no hallar al fin
el modo de encontrarme con la muerte, de dar con ese final de ruta que tanto
necesito, punto donde han de cerrarse todos los caminos, que he dicho lo que he
dicho: que me gustaría acabar entonces siendo cualquier otra cosa, todo menos
este cuerpo; que quisiera ser paisaje, claridad de aurora, distancia,
madrugada, soplo de viento que pasa columpiándose por entre el verde de los
cañaverales, murmullo de quebrada, olor de panela, gota de rocío temblando
sobre una brizna de hierba, eso quisiera y sin embargo nada. El sueño persiste
y persiste también la vida; se siguen sucediendo los días, las horas, los
instantes y mientras tanto seguimos aquí, entre escombros, ahogados de
recuerdos sin esperanza, aguardando el día en que por fin la muerte, con su
bendición, nos regrese a la tierra, nos funda con el polvo, nos devuelva a la
nada.
Había emprendido la ruta del destierro con la Imelda de mi mano, con la
vieja a cuestas cuando nos expulsaron, cuando nos sacaron del sitio donde
nacimos, donde vivimos durante tantos años. Nos sacaron, pues, nos echaron. Nos
condenaron a un exilio sin causa porque no nos querían, no más. Porque éramos
tal vez un estorbo para sus planes, para sus intereses, para los propósitos de
una guerra sin propósito, sin razones ni justicia. Creyendo salirle al paso a
la muerte acabamos partiendo una madrugada sin darnos cuenta que antes de salir
ya estábamos muertos, que nuestra sentencia de muerte fue el destierro porque
de todas maneras el futuro tampoco nos iba a ser propicio. Cuando finalmente
quisimos establecernos en tierra nueva, supimos que aquella tierra nos recibía
con desgano y entendimos además que tampoco habría de alimentarnos porque no
podía, no puede, y no puede porque no nos quiere, porque tan sólo sabe vernos
como invasores, como una molestia, como una amenaza. Es por eso que ahora mismo
nos grita, nos está gritando, que nos vayamos, nos sugiere que nos marchemos,
nos recuerda que no nos quiere y se niega a darnos cobijo. Y es así que
volvemos a estar otra vez como al comienzo, peor que al comienzo, nuevamente
convertidos en trastos inútiles, en estorbos. Esta tierra también nos rechaza,
y por rechazarnos nos obliga a partir. Que se vayan, nos repite, inquietándonos
la calma, negándonos su alimento, empujándonos otra vez al exilio. Y ahora,
¿qué?, se preguntará usted. Y yo ya no sé qué responderle. Ya no puedo, ni
quiero, responderle, porque no sé, porque nos quedamos sin respuesta como tal
vez se habrán quedado sin respuesta tantos otros. Hemos visto el modo infame en
que la vida nos ha ido cerrando todos los caminos y ya tan sólo nos queda
esperar la muerte, esa misma muerte que, como le dije antes, ya traíamos encima
desde antes, desde siempre. De noche, cuando atravesábamos el bosque sorteando
caminos en medio de las sombras, supimos que nada podría matarnos entonces
porque ya estábamos muertos. Nos habíamos convertido en sombras, apenas dos
fantasmas avanzando inútilmente en medio de la selva, arrastrando nuestra
soledad entre los rastrojos, agonizando aturdidos de tanto silencio,
desvaneciéndonos lentamente mientras contemplábamos el triste reflejo de lo que
fuimos perdiéndose poco a poco, disolviéndose aguas abajo, hundiéndose en el
oscuro espejo del río. [EJCC, 2010-2018]
EPÍLOGO (a modo de contexto):
El anterior relato
constituye apenas, muy a nuestro pesar, un modesto atisbo a una realidad que
supera, en mucho, el espacio que comprenden estos breves folios. Esperamos
poder sin embargo, a través de esta simbólica y modesta reflexión, constatar el
arduo y trágico destino que en la actualidad padecen un gran número de familias
que, a consecuencia de la situación de violencia creciente que estuvieron
afrontando en sus poblaciones de origen, se vieron un día forzadas a abandonar
sus casas, sus tierras, su pueblo, su país, para internarse monte adentro,
selva adentro, camino del destierro, hasta acabar en no pocos casos traspasando
la frontera, intentando, tal vez, vislumbrar un horizonte nuevo en patria
ajena, esto como consecuencia de la sentencia infame a la que les fue obligando
la suerte, la mala suerte, la mala muerte, esa sombra malvada que noche tras
noche y poco a poco les fue empujando al exilio.
Ante la contundencia de lo
que durante décadas se vivió y se ha vivido en estas zonas de frontera,
cualquier intento de callar, de sumar más silencio a ese silencio al que a
veces obligan el miedo y las circunstancias, sería poco menos que infame. De
ahí la necesidad de poner por escrito, en letra impresa, la presente historia,
que es en esencia una historia de ficción, pero que bien pudiera servir a modo
de testimonio y -si la bondad del lector lo permite- obrar en defensa de tantas
voces anónimas que han resultado acalladas, silenciadas, abandonadas al olvido.
Las familias que, en
situación de desplazamiento forzado por causas violentas -en razón del asedio y
del miedo a que fueron sistemáticamente sometidos- hoy viven en la zona
fronteriza entre Colombia y Venezuela, en muy precarias situaciones en la
mayoría de los casos, constituyen un tema sensible que debe ser objeto de
estudio y esmerado análisis con miras a encontrar alternativas viables que
sirvan para ofrecerles, mediante programas educativos, asesorías legales y
otros mecanismos de apoyo, el acceso a un digno reencuentro con la vida.
Y si reconocemos hasta qué
punto es sensible el tema de las familias como núcleo en general, no podemos
negar que es más sensible cuando se habla del caso específico de las mujeres,
sobre todo dada la doble condición de fragilidad a la que desde siempre han
sido sometidas, primero por la discriminación de género que enfrentan como
integrantes de grupos sociales en los que aún tienen vigencia ciertas pautas de
comportamiento cuya naturaleza esencial sigue siendo la negación de derechos,
el sometimiento y el abuso continuado en contra de la mujer; y en segundo lugar
por cuanto, en tanto víctimas directas de la misma problemática que les ha
obligado a desplazarse de sus lugares de origen, son ellas quienes, en la
mayoría de los casos, terminan viéndose en la necesidad de hacer frente, solas,
al sostenimiento del núcleo familiar en razón de la ausencia frecuente de la
figura paterna, el padre, a quien en muchos casos han perdido como consecuencia
directa de los mismos factores que han definido el conflicto que las ha traído
hasta el presente de infamia continuada en el que ahora se ven obligadas a
sobrevivir [El autor].
Créditos de ilustraciones: 1] Desconocido, derechos reservados; 2 y 3] Wilfred Piñeyro (1999)