domingo, 30 de junio de 2019

EN EL OSCURO ESPEJO DEL RÍO


RELATO (Elkin J. Calle)


Vea, paisano, usted realmente no sabe lo que es esto. No puede saberlo tal vez porque no lo ha vivido. Toda una vida cuidando y queriendo unas tierras que habíamos hecho buenas y fértiles a punta de trabajo, a punta de empeño y de ganas, muchas ganas, en especial ganas de que un día a nuestros hijos no les tocara comer, como a uno, tanta mierda en esta Tierra, en este paraíso del Señor. Y no es que uno no agradezca, como corresponde, el regalo que significa el hecho de estar vivo, de seguir vivos, porque a decir verdad esa es una cosa que se agradece, que agradecemos siempre, todos los días, cada vez que el Sol se asoma por el horizonte lo primero que uno hace es dar las gracias por esta vida que aunque no sea vida de todos modos sigue siendo una bendición con todo y que a veces, y esto hay que decirlo, nos parezca también y de muchos modos una maldición porque, bueno... La verdad es que no hay derecho a que tengamos que sufrir tanto.

Como le decía: toda una vida de trabajo, un rancho levantado a fuerza de sangre y sacrificios, y unas cuantas fanegas de tierra sembrada que apenas nos daban lo mínimo para sobrevivir, eso era todo lo que teníamos. Después, nada. Después lo que pasó fue que tuvimos que dejarlo todo y salirle huyendo pa’l monte porque nos habían mandado, como antes lo hicieron con otros, una de esas amenazas de muerte si no desalojábamos el rancho, si no abandonábamos la región. Y, claro, uno siempre estaba esperando que aquello nunca sucediera, que tal cosa no fuera en verdad necesaria. Esperábamos y nos decíamos, confiados, que no, que eso no nos iba a pasar a nosotros, que eso era tal vez porque esas otras personas de seguro tenían alguna cuenta pendiente con esos señores, algo les estarían debiendo puesto que les habían mandado a desocupar la casa, las tierras, todo. A perderse de aquí, granhijueputas, dizque así les dijeron. Que se largaran pa’l carajo o sino lo que les iba a llover era plomo, a ellos y a los hijos, a toda la familia. ¿Pero pa’onde nos vamos a ir?, habrá preguntado alguno, y ellos le responderían que pa’onde les diera la gana, para el infierno si era necesario, pero que se largaran, que tenían no más que veinticuatro horas pa’ perderse del mapa, para abrirse del parche, y que si por atolondrados o por dársela de verracos se les ocurría quedarse entonces que se atuvieran, que afrontaran las consecuencias. Y así fue, sin entender siquiera el por qué, sin conocer los motivos ni las razones, tuvieron que irse muchos, tuvimos que irnos todos, nos obligaron a internarnos rastrojo adentro, selva adentro, huyendo de la muerte con rumbo a ninguna parte y sin poder siquiera cargar con alguna cosa útil, no más que con las pobres hilachas de ropa que llevábamos puestas. Ah, vida tan desgraciada, ¿no? Pues vea que a final de cuentas a nosotros también nos llegó la hora y tuvimos que salir, tuvimos que dejarlo todo, abandonarlo todo, lo mucho, lo casi nada que a duras penas habíamos logrado construir a lo largo de toda una vida. Una madrugada húmeda, bajo un leve manto de lluvia, nos marchamos, nos internamos en el monte, mi mujer y yo, caminando a ciegas en dirección a ninguna parte, pensando tal vez en cruzar la frontera pero sin saber siquiera exactamente qué tan lejos estaba ni cómo conseguiríamos cruzar al otro lado. La vieja iba enferma y apenas si podía dar paso, tanto que a mí me tocó cargarla casi todo el tiempo, me la eché en hombros algunas partes del trayecto, al menos mientras pude. Por mi madre que no la iba a dejar botada, abandonada por ahí. Íbamos así, ella y yo, solos con la muerte que seguía silbándonos en los oídos su trino de odio, su canción de despedida, íbamos andando a tientas, tropezando, cayendo y levantándonos otra vez, arrastrándonos en medio de la oscuridad por entre los matorrales, arañándole el corazón a una selva que se nos hacía cada vez más densa.

Menos mal que los muchachos ya no estaban. Todos se habían ido largando años atrás, uno a la vez. A medida que se hicieron grandecitos nos fueron dejando. Supongo que habrán cogido pa’ la ciudad, aunque no sé cuál, la capital, supongo, no sé, no sabemos. La vieja y yo no volvimos a saber nunca de ellos. Es que los hijos son así, ¿sabe?, desagradecidos como un diablo. Al final ni siquiera les importa la tierra en que nacieron ni el vientre del que un día salieron berreando a esta vida de miserias. En un segundo se olvidan de la madre que los parió y se lanzan a recorrer el mundo, desentendiéndose de todo y de todos, sin mirar pa’atrás, y eso, ahora que lo pienso, tal vez sea bueno, al menos ha de ser bueno para ellos, porque para qué va a querer uno estar mirando pa’atrás si pa’allá no se ve más que un episodio de miseria y desolación, un paisaje de tristezas sin fin, como el que yo veo, como el que estoy viendo ahora cada vez que echo a mirar hacia esos rumbos, hacia el pasado, asomándome a través de esas ventanas en que acaban convirtiéndose los recuerdos.

La vieja se me iba poniendo cada vez más mala, a ratos la sentía temblando de fiebre entre mis brazos y yo ya casi estaba a punto de perder el aliento en medio de esa oscuridad doble, en medio de esa noche prolongada, inacabable, en que puede convertirse cualquier noche cuando uno se ve obligado a avanzar, huyendo, montaña adentro, noche adentro, convertidos en sombras desgajadas en medio de las sombras, rodeados de fantasmas, perseguidos por la muerte. 

Un grito amargo y seco nos empieza a temblar en la garganta. El cuerpo todo se nos llena de temblores, la piel se agita a causa de los espasmos, duelen los brazos y las piernas por los músculos agobiados. En el pecho, el corazón agitado se desespera en un último esfuerzo. Entonces a uno le entran como unas ganas tremendas de abandonarlo todo, desistir de todo y quedarnos allí, simplemente, y dejarnos morir. Lo que uno desea en esos instantes es la muerte, la bendición de la muerte y sin embargo, nadie sabe por qué, finalmente pueden más el miedo y las ganas y se impone la voluntad de seguir adelante, entonces todo se va volviendo un delirio de fiebre que es casi como un reclamo de vida, sobreviene un empeño desesperado por aferrarnos a la poca vida que nos queda, que nos va quedando. Y entonces uno sigue así, seguimos por esos montes animados por una furia nacida del odio, con el pecho inflamado a causa del dolor y el desconsuelo y al mismo tiempo sintiendo una especie de odio amargo, una rabia que no se entiende, que no podemos entender, al menos no en esos momentos, pero que de algún modo se convierte en una suerte de estímulo, como si fuera esa la única razón de tu vida, tu único apoyo, y es de allí de donde acabas sacando la fuerza que necesitas para animarte los pasos, para seguir avanzado. 

De noche estos ríos arrastran rumores de fantasmas. El agua amanecida trae una bruma de muerte que se levanta al filo de la madrugada. Años atrás las aguas de estos ríos solían venir atragantadas de cadáveres, haciendo sonar su amargo cascabel mortuorio, arrastrando cuerpos con la corriente. En noches como esta noche estos ríos nuestros avanzaban lavando de muertos las veredas, achicándole la sangre a los peñascos, a los despeñaderos esos por los que tantos paisanos iban siendo despachados de este mundo. Aliviadero de muertos sin nombre el río bondadoso intentaba en vano ir armando el rompecabezas de brazos y piernas que avanzaban flotando de noche al garete de las aguas. Más abajo, el agua amansada los iba depositando, piadosa, en cualquier recodo, orillándolos, abandonándolos al filo de una playa en la ribera, para que terminaran allí de mala manera, pudriéndose al sol, el viaje de oprobio al que fueron condenados. En tiempos de esa mala sombra que se llamaba Capitán Veneno empezaron estos ríos a oficiar su lenta liturgia mortuoria acarreando cuerpos corriente abajo, río abajo arrastrando despojos, intentando ahogar su recuerdo en las aguas turbias pero sin poderlos finalmente arrancar de la memoria de los vivos, donde permanecen. ¿Acaso no oyes los gritos? Los lamentos, ¿no los oyes? Yo sí. Puedo oírlos. Sin embargo ahora sé que no son ellos. No son ellos, no. No son los muertos los que gritan aunque puedan. No van a gritar más aunque pudieran. Esos gritos que se escuchan son los gritos de los vivos, los que han ido quedando tras la matanza, los sobrevivientes del desahucio. Son ellos, sí, y son suyos esos gritos, los lamentos que ahora se escuchan. Puedo oírlos porque han vuelto, porque regresan, siempre regresan. Han venido otra vez para pedirnos que no los olvidemos, que no olvidemos a sus muertos y es así porque ellos saben, como nosotros sabemos, que sólo una cosa hay peor que la muerte y es el olvido.

El alma se nos quiere salir por la boca, tiemblan los músculos y las piernas se niegan a respondernos. Nos va faltando el aire en los pulmones y el hambre empieza a acosarnos con furia de perros rabiosos. De un paso a otro paso, mil gritos de impotencia, mil gemidos, mil lamentaciones. Mengua la voluntad y sin embargo, sin que pueda saberse cómo, el pulso se acelera. Hierve la sangre cuerpo adentro, venas adentro un torrente de furia se dispara. Sangre y sudor se mezclan y hacen un río que se arrastra, quemando, por sobre el cuerpo casi vencido, sobre la piel adolorida y lacerada... Ninguna cosa duele más que la impotencia de no saber qué hacer, aquella como una ausencia de razones, ese no poder entender el por qué la vida nos obliga a despeñar nuestra existencia por rumbos tan amargos, por caminos como éstos, por rutas de no saber a dónde ir, y seguir aún, seguir sin avanzar, sin ir a ningún lado. Los pasos se enredan, las sombras engañan y en medio de aquel tumulto de ruidos nocturnos que se escapan de entre el ramaje los caminos se confunden, la ruta se repite y entonces sobreviene el delirio, uno piensa que estamos avanzando sin avanzar, que regresamos siempre al mismo sitio y esto es así tal vez porque la vida es precisamente eso: dar vueltas en círculos, regresar, desandar las rutas por donde antes se ha transitado. Siempre es así. En caso de que en últimas podamos llegar a cualquier lado habremos de llegar para empezar de nuevo, para recomenzar, para iniciar otro episodio de infamia repetida, otro destino de desventuras pero esta vez en tierra nueva, en suelo ajeno, sin fuerzas y sin futuro, y además vacíos de vida, escasos de esperanza, con las bocas retorcidas en un rictus de amargura y los ojos alelados ante aquel paisaje de desconsuelo que es el exilio, ante aquella existencia sin porvenir a la que acabamos siendo confinados sin razón alguna, sin causa ni motivo.

El Sol que calienta el barbecho es el mismo sol que nos va quemando la piel año tras año. El cuero curtido se vuelve resistente a las inclemencias del tiempo, no hay viento ni aguacero que puedan doblegarlo. Así es la piel de la Imelda. La piel de mi vieja es una piel tibia, dulce, perfumada y blanda como tierrita de mayo, mojadita de agua de luna, olorosa a barro y a tronco seco de palo santo. Su piel parece hecha de corteza de roble. Tiene una piel recia, templada por los años. Tanto es así que al final ha podido resistirme todo el viaje sin quejarse, sin decir nada, caminando cuando ha tenido fuerzas para caminar o apoyándose en mí cuando le empezaba a faltar el aliento. No se me murió en los brazos como yo creía y ella esperaba, tal vez, queriendo facilitarme la huida, creyéndose un estorbo. Boberías que tienen las mujeres. Cómo me iba a estar estorbando la vieja si a final de cuentas ella es no sólo mis ojos sino también mis ganas. Esta vida tiene sentido porque está ella: no tenerla es no tener nada. Si esa vieja se me llegara a morir ahí sí es verdad que se me acaban las fuerzas, las ganas, todo, incluso la voluntad, esta voluntad de seguir vivo, porque mi voluntad es ella. Si la Imelda se me muere, si se me llegara a morir, yo voy a seguirla hasta en la muerte. Si la vieja se me va también me voy con ella.

¿No oyes los gritos? Yo sí los oigo. Acaso sea que me estoy volviendo loco pero los oigo, los sigo oyendo. Y por oírlos sé que algo me están pidiendo, una cosa en particular me piden aquellos muertos con sus gritos, con esos gritos destemplados y lastimeros, con sus voces de otro tiempo: me piden que no olvide, que no los olvidemos. Y cómo habría de olvidarlos si hasta sus nombres me sé y por saberlos es que ahora mismo he empezado a recitarlos de memoria, uno a uno. Cómo olvidarlos si aquellos nombres, atravesándose en medio de estas sombras, han acabado por enredarse en mis pensamientos, haciéndose un sitio en mis recuerdos y es desde allí que van rodando, cuando los nombro, de la boca hasta las manos para terminar en mis dedos, confundiéndose con las cuentas del rosario. Y es por eso que en el momento de los Mil Jesuses, cuando lo que debiera estar diciendo es Jesús mío, Jesús mío, Jesús mío…, con los ojos cerrados y sin apenas poder evitarlo he empezado a nombrarlos, voy repitiendo sus nombres, dejando escapar como en un rezo los nombres de aquellos cuya sombra empecinada continúa avanzando a contra todo como un rastro de aceite que no llega a fundirse con el agua, una mancha triste que se arrastra a flote sobre la corriente del río. Digo sus nombres, sí: digo Antonio y digo también Juan y digo Marta, Felipe, Celina, Cecilia, Rogelio, Reinaldo y Justino y Emiliano… y con estos nombres vienen otros y otros más detrás de ellos. Van pasando en procesión frente a mí, abriéndose camino en mis pensamientos. Los veo pasar. Pasan, sí, pasan igual que pasaban hace tantos años, ahora ya no, los feligreses en el tiempo de Cuaresma, durante las procesiones de la Semana Santa. Igual que ellos pasan, con los rostros iluminados por la luz mortecina que entre parpadeos agónicos iban desprendiendo los cirios encendidos. De noche, bajo la caricia intermitente de las veladoras, aquellos rostros exhibían un no sé qué de arrepentimiento que parecía cierto -tal vez lo era- y que se hacía más aún notorio cuando entonaban sus cantos, cuando soltaban al aire, como un lamento: Pequé, pequé, Dios mío; piedad, Señor, piedad; si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Ahora todo es distinto, claro. Y estos de aquí, los mismos que ahora veo, o creo ver, pasando junto a mí muy lentamente, es seguro que no han venido para redimir sus pecados. No deambulan estos muertos en procesión por hacer acto de fe ni por estar urgidos de perdón, heridos de arrepentimiento. Vienen a implorar, a implorarnos. Están aquí para pedirnos, para suplicarnos, para rogar que no los dejemos hundirse sin más en el triste fango que es el olvido. Para mendigarnos un trocito de memoria, un pedacito de recuerdo. Para que los salvemos recordándolos, para que al recordarlos los libremos de aquello que es peor que la muerte. Ya le dije: me sé sus nombres de memoria y no sé muy bien por qué. No sé por qué pero conozco aquellos nombres, tantos, el nombre de todos esos muertos que no son nuestros muertos pero como si lo fueran, y tanto es así que ahora mismo incluso podría recitarlos como si de una oración se tratara y acaso se trate. A final de cuentas ellos han terminado por convertirse en el único remedio contra el silencio, este silencio mío, nuestro, el de ahora... Sus nombres, los sonidos de que estaban hechos aquellos nombres, es lo único que me queda, lo único que nos ha ido quedando después de tantos años, lo único que acabará por sernos útil en este empeño nuestro por sobrevivir al paso de las horas, en este intento desesperado por conjurar el olvido.

A veces a uno le entran como unas ganas tremendas de seguir siempre así, andando y andando los caminos, recorriendo distancias, pisando la hierba y dejándose acariciar por las ramas que se arremolinan formando rastrojos. En ocasiones pienso que está bien irnos de aquí, dejarlo todo, huir de los recuerdos que se arrastran como sombras, abandonarnos al mundo allá afuera, permitir que un aire nuevo y limpio nos llene los pulmones. Me gustaría poderme soltar al viento como una cometa y dejar que todo lo que me rodea converja en mí y ser al fin una misma cosa con el entorno; fundirme con la tierra de los caminos, ser a un mismo tiempo el agua del arroyo y las piedras por entre las cuales serpentea cantarina la corriente, ser las aves y ser también su vuelo y ser también su canto; sentirme musgo, hierba o árbol, cualquier cosa, todo y nada, volverme murmullo, fragor o apenas silencio, y entonces desnudo, menos que eso, desprovisto de cuerpo, libre de toda atadura, de toda forma humana, confundirme con el verde abrupto y vegetal del monte para empezar desde entonces y para siempre a ser paisaje. A veces quisiera esto y otras veces nada. En ocasiones se me ocurre pensar que vale más esa porción mínima de horizonte que cabe entero en el segundo de una mirada que una existencia plagada de ausencias como la mía, como la nuestra, porque así es la vida que hemos llevado: pobre y vacía, una sucesión de instantes abandonados, un paisaje de desolación, un universo pequeño y triste, muy triste, untado todo de tristeza por dentro.

En ocasiones como esas uno sueña con la muerte. Creo que tal vez sea eso. A veces se me atraviesa a ras del sueño una imagen extraña que yo supongo o quiero imaginar que es la muerte, la imagen de la muerte. No tiene forma humana, es más bien una sensación, como algo que percibiéramos a un mismo tiempo con todos los sentidos y es por eso que alcanzamos a tener aquello en cierto modo como una presencia, como una certeza. Es un sonido y es también un color y es un aroma acre con un regusto extraño, con un sabor como el de la sangre chamuscada, si la sangre chamuscada pudiera saber a algo, y es a un mismo tiempo una sensación táctil, una caricia arenosa, igual que si unas falanges de arena te rozaran la frente como queriéndote señalar el fin pero no es cierto. El fin no llega y en cambio el sueño vuelve y vuelve, se repite, todo el tiempo regresa y es siempre igual: una sombra, un murmullo que se arrastra por tu oído hasta doler y después todo lo demás y después aquel roce y otra vez el vacío y entonces nada porque todo vuelve a ser igual, porque no alcanzo a vislumbrar el final del camino aunque lo quiera tanto, aunque lo esté deseando, porque eso también es necesario decirlo: deseo morir. Tan simple como eso. Ha de ser quizás a causa del agobio que me han ido dejando los recuerdos, por puro cansancio, no más, porque estoy cansado de vivir, de recordar, cansado de sobrellevar este poquito de vida que me queda, que nos va quedando mientras seguimos aferrados inútilmente a un pedacito de esperanza fraguada en medio de un atado de recuerdos, atisbando a diario en los cajones de la memoria, por los resquicios que van dejando los años a su paso. Tal vez es por eso por lo que la muerte me sigue pareciendo cosa ajena. La muerte sigue siendo asunto de los otros. La muerte es aquello que se descuelga con ruido atronador sobre la corriente del río arrastrando entre sombras una algarabía de cuerpos desmembrados. La muerte es el olvido y es ajena. La muerte es la tristeza, esa sombra que llevamos anclada en el pecho como una herida que nos va doliendo hasta el último momento. La muerte es la pena, el agobio de andar por la vida sin encontrar redención ni olvido. Y es seguramente por eso, por no hallar al fin el modo de encontrarme con la muerte, de dar con ese final de ruta que tanto necesito, punto donde han de cerrarse todos los caminos, que he dicho lo que he dicho: que me gustaría acabar entonces siendo cualquier otra cosa, todo menos este cuerpo; que quisiera ser paisaje, claridad de aurora, distancia, madrugada, soplo de viento que pasa columpiándose por entre el verde de los cañaverales, murmullo de quebrada, olor de panela, gota de rocío temblando sobre una brizna de hierba, eso quisiera y sin embargo nada. El sueño persiste y persiste también la vida; se siguen sucediendo los días, las horas, los instantes y mientras tanto seguimos aquí, entre escombros, ahogados de recuerdos sin esperanza, aguardando el día en que por fin la muerte, con su bendición, nos regrese a la tierra, nos funda con el polvo, nos devuelva a la nada.

Había emprendido la ruta del destierro con la Imelda de mi mano, con la vieja a cuestas cuando nos expulsaron, cuando nos sacaron del sitio donde nacimos, donde vivimos durante tantos años. Nos sacaron, pues, nos echaron. Nos condenaron a un exilio sin causa porque no nos querían, no más. Porque éramos tal vez un estorbo para sus planes, para sus intereses, para los propósitos de una guerra sin propósito, sin razones ni justicia. Creyendo salirle al paso a la muerte acabamos partiendo una madrugada sin darnos cuenta que antes de salir ya estábamos muertos, que nuestra sentencia de muerte fue el destierro porque de todas maneras el futuro tampoco nos iba a ser propicio. Cuando finalmente quisimos establecernos en tierra nueva, supimos que aquella tierra nos recibía con desgano y entendimos además que tampoco habría de alimentarnos porque no podía, no puede, y no puede porque no nos quiere, porque tan sólo sabe vernos como invasores, como una molestia, como una amenaza. Es por eso que ahora mismo nos grita, nos está gritando, que nos vayamos, nos sugiere que nos marchemos, nos recuerda que no nos quiere y se niega a darnos cobijo. Y es así que volvemos a estar otra vez como al comienzo, peor que al comienzo, nuevamente convertidos en trastos inútiles, en estorbos. Esta tierra también nos rechaza, y por rechazarnos nos obliga a partir. Que se vayan, nos repite, inquietándonos la calma, negándonos su alimento, empujándonos otra vez al exilio. Y ahora, ¿qué?, se preguntará usted. Y yo ya no sé qué responderle. Ya no puedo, ni quiero, responderle, porque no sé, porque nos quedamos sin respuesta como tal vez se habrán quedado sin respuesta tantos otros. Hemos visto el modo infame en que la vida nos ha ido cerrando todos los caminos y ya tan sólo nos queda esperar la muerte, esa misma muerte que, como le dije antes, ya traíamos encima desde antes, desde siempre. De noche, cuando atravesábamos el bosque sorteando caminos en medio de las sombras, supimos que nada podría matarnos entonces porque ya estábamos muertos. Nos habíamos convertido en sombras, apenas dos fantasmas avanzando inútilmente en medio de la selva, arrastrando nuestra soledad entre los rastrojos, agonizando aturdidos de tanto silencio, desvaneciéndonos lentamente mientras contemplábamos el triste reflejo de lo que fuimos perdiéndose poco a poco, disolviéndose aguas abajo, hundiéndose en el oscuro espejo del río. [EJCC, 2010-2018]


EPÍLOGO (a modo de contexto):

El anterior relato constituye apenas, muy a nuestro pesar, un modesto atisbo a una realidad que supera, en mucho, el espacio que comprenden estos breves folios. Esperamos poder sin embargo, a través de esta simbólica y modesta reflexión, constatar el arduo y trágico destino que en la actualidad padecen un gran número de familias que, a consecuencia de la situación de violencia creciente que estuvieron afrontando en sus poblaciones de origen, se vieron un día forzadas a abandonar sus casas, sus tierras, su pueblo, su país, para internarse monte adentro, selva adentro, camino del destierro, hasta acabar en no pocos casos traspasando la frontera, intentando, tal vez, vislumbrar un horizonte nuevo en patria ajena, esto como consecuencia de la sentencia infame a la que les fue obligando la suerte, la mala suerte, la mala muerte, esa sombra malvada que noche tras noche y poco a poco les fue empujando al exilio.
Ante la contundencia de lo que durante décadas se vivió y se ha vivido en estas zonas de frontera, cualquier intento de callar, de sumar más silencio a ese silencio al que a veces obligan el miedo y las circunstancias, sería poco menos que infame. De ahí la necesidad de poner por escrito, en letra impresa, la presente historia, que es en esencia una historia de ficción, pero que bien pudiera servir a modo de testimonio y -si la bondad del lector lo permite- obrar en defensa de tantas voces anónimas que han resultado acalladas, silenciadas, abandonadas al olvido.
Las familias que, en situación de desplazamiento forzado por causas violentas -en razón del asedio y del miedo a que fueron sistemáticamente sometidos- hoy viven en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, en muy precarias situaciones en la mayoría de los casos, constituyen un tema sensible que debe ser objeto de estudio y esmerado análisis con miras a encontrar alternativas viables que sirvan para ofrecerles, mediante programas educativos, asesorías legales y otros mecanismos de apoyo, el acceso a un digno reencuentro con la vida.
Y si reconocemos hasta qué punto es sensible el tema de las familias como núcleo en general, no podemos negar que es más sensible cuando se habla del caso específico de las mujeres, sobre todo dada la doble condición de fragilidad a la que desde siempre han sido sometidas, primero por la discriminación de género que enfrentan como integrantes de grupos sociales en los que aún tienen vigencia ciertas pautas de comportamiento cuya naturaleza esencial sigue siendo la negación de derechos, el sometimiento y el abuso continuado en contra de la mujer; y en segundo lugar por cuanto, en tanto víctimas directas de la misma problemática que les ha obligado a desplazarse de sus lugares de origen, son ellas quienes, en la mayoría de los casos, terminan viéndose en la necesidad de hacer frente, solas, al sostenimiento del núcleo familiar en razón de la ausencia frecuente de la figura paterna, el padre, a quien en muchos casos han perdido como consecuencia directa de los mismos factores que han definido el conflicto que las ha traído hasta el presente de infamia continuada en el que ahora se ven obligadas a sobrevivir [El autor].

Créditos de ilustraciones: 1] Desconocido, derechos reservados; 2 y 3] Wilfred Piñeyro (1999)