domingo, 30 de junio de 2019

EN EL OSCURO ESPEJO DEL RÍO


RELATO (Elkin J. Calle)


Vea, paisano, usted realmente no sabe lo que es esto. No puede saberlo tal vez porque no lo ha vivido. Toda una vida cuidando y queriendo unas tierras que habíamos hecho buenas y fértiles a punta de trabajo, a punta de empeño y de ganas, muchas ganas, en especial ganas de que un día a nuestros hijos no les tocara comer, como a uno, tanta mierda en esta Tierra, en este paraíso del Señor. Y no es que uno no agradezca, como corresponde, el regalo que significa el hecho de estar vivo, de seguir vivos, porque a decir verdad esa es una cosa que se agradece, que agradecemos siempre, todos los días, cada vez que el Sol se asoma por el horizonte lo primero que uno hace es dar las gracias por esta vida que aunque no sea vida de todos modos sigue siendo una bendición con todo y que a veces, y esto hay que decirlo, nos parezca también y de muchos modos una maldición porque, bueno... La verdad es que no hay derecho a que tengamos que sufrir tanto.

Como le decía: toda una vida de trabajo, un rancho levantado a fuerza de sangre y sacrificios, y unas cuantas fanegas de tierra sembrada que apenas nos daban lo mínimo para sobrevivir, eso era todo lo que teníamos. Después, nada. Después lo que pasó fue que tuvimos que dejarlo todo y salirle huyendo pa’l monte porque nos habían mandado, como antes lo hicieron con otros, una de esas amenazas de muerte si no desalojábamos el rancho, si no abandonábamos la región. Y, claro, uno siempre estaba esperando que aquello nunca sucediera, que tal cosa no fuera en verdad necesaria. Esperábamos y nos decíamos, confiados, que no, que eso no nos iba a pasar a nosotros, que eso era tal vez porque esas otras personas de seguro tenían alguna cuenta pendiente con esos señores, algo les estarían debiendo puesto que les habían mandado a desocupar la casa, las tierras, todo. A perderse de aquí, granhijueputas, dizque así les dijeron. Que se largaran pa’l carajo o sino lo que les iba a llover era plomo, a ellos y a los hijos, a toda la familia. ¿Pero pa’onde nos vamos a ir?, habrá preguntado alguno, y ellos le responderían que pa’onde les diera la gana, para el infierno si era necesario, pero que se largaran, que tenían no más que veinticuatro horas pa’ perderse del mapa, para abrirse del parche, y que si por atolondrados o por dársela de verracos se les ocurría quedarse entonces que se atuvieran, que afrontaran las consecuencias. Y así fue, sin entender siquiera el por qué, sin conocer los motivos ni las razones, tuvieron que irse muchos, tuvimos que irnos todos, nos obligaron a internarnos rastrojo adentro, selva adentro, huyendo de la muerte con rumbo a ninguna parte y sin poder siquiera cargar con alguna cosa útil, no más que con las pobres hilachas de ropa que llevábamos puestas. Ah, vida tan desgraciada, ¿no? Pues vea que a final de cuentas a nosotros también nos llegó la hora y tuvimos que salir, tuvimos que dejarlo todo, abandonarlo todo, lo mucho, lo casi nada que a duras penas habíamos logrado construir a lo largo de toda una vida. Una madrugada húmeda, bajo un leve manto de lluvia, nos marchamos, nos internamos en el monte, mi mujer y yo, caminando a ciegas en dirección a ninguna parte, pensando tal vez en cruzar la frontera pero sin saber siquiera exactamente qué tan lejos estaba ni cómo conseguiríamos cruzar al otro lado. La vieja iba enferma y apenas si podía dar paso, tanto que a mí me tocó cargarla casi todo el tiempo, me la eché en hombros algunas partes del trayecto, al menos mientras pude. Por mi madre que no la iba a dejar botada, abandonada por ahí. Íbamos así, ella y yo, solos con la muerte que seguía silbándonos en los oídos su trino de odio, su canción de despedida, íbamos andando a tientas, tropezando, cayendo y levantándonos otra vez, arrastrándonos en medio de la oscuridad por entre los matorrales, arañándole el corazón a una selva que se nos hacía cada vez más densa.

Menos mal que los muchachos ya no estaban. Todos se habían ido largando años atrás, uno a la vez. A medida que se hicieron grandecitos nos fueron dejando. Supongo que habrán cogido pa’ la ciudad, aunque no sé cuál, la capital, supongo, no sé, no sabemos. La vieja y yo no volvimos a saber nunca de ellos. Es que los hijos son así, ¿sabe?, desagradecidos como un diablo. Al final ni siquiera les importa la tierra en que nacieron ni el vientre del que un día salieron berreando a esta vida de miserias. En un segundo se olvidan de la madre que los parió y se lanzan a recorrer el mundo, desentendiéndose de todo y de todos, sin mirar pa’atrás, y eso, ahora que lo pienso, tal vez sea bueno, al menos ha de ser bueno para ellos, porque para qué va a querer uno estar mirando pa’atrás si pa’allá no se ve más que un episodio de miseria y desolación, un paisaje de tristezas sin fin, como el que yo veo, como el que estoy viendo ahora cada vez que echo a mirar hacia esos rumbos, hacia el pasado, asomándome a través de esas ventanas en que acaban convirtiéndose los recuerdos.

La vieja se me iba poniendo cada vez más mala, a ratos la sentía temblando de fiebre entre mis brazos y yo ya casi estaba a punto de perder el aliento en medio de esa oscuridad doble, en medio de esa noche prolongada, inacabable, en que puede convertirse cualquier noche cuando uno se ve obligado a avanzar, huyendo, montaña adentro, noche adentro, convertidos en sombras desgajadas en medio de las sombras, rodeados de fantasmas, perseguidos por la muerte. 

Un grito amargo y seco nos empieza a temblar en la garganta. El cuerpo todo se nos llena de temblores, la piel se agita a causa de los espasmos, duelen los brazos y las piernas por los músculos agobiados. En el pecho, el corazón agitado se desespera en un último esfuerzo. Entonces a uno le entran como unas ganas tremendas de abandonarlo todo, desistir de todo y quedarnos allí, simplemente, y dejarnos morir. Lo que uno desea en esos instantes es la muerte, la bendición de la muerte y sin embargo, nadie sabe por qué, finalmente pueden más el miedo y las ganas y se impone la voluntad de seguir adelante, entonces todo se va volviendo un delirio de fiebre que es casi como un reclamo de vida, sobreviene un empeño desesperado por aferrarnos a la poca vida que nos queda, que nos va quedando. Y entonces uno sigue así, seguimos por esos montes animados por una furia nacida del odio, con el pecho inflamado a causa del dolor y el desconsuelo y al mismo tiempo sintiendo una especie de odio amargo, una rabia que no se entiende, que no podemos entender, al menos no en esos momentos, pero que de algún modo se convierte en una suerte de estímulo, como si fuera esa la única razón de tu vida, tu único apoyo, y es de allí de donde acabas sacando la fuerza que necesitas para animarte los pasos, para seguir avanzado. 

De noche estos ríos arrastran rumores de fantasmas. El agua amanecida trae una bruma de muerte que se levanta al filo de la madrugada. Años atrás las aguas de estos ríos solían venir atragantadas de cadáveres, haciendo sonar su amargo cascabel mortuorio, arrastrando cuerpos con la corriente. En noches como esta noche estos ríos nuestros avanzaban lavando de muertos las veredas, achicándole la sangre a los peñascos, a los despeñaderos esos por los que tantos paisanos iban siendo despachados de este mundo. Aliviadero de muertos sin nombre el río bondadoso intentaba en vano ir armando el rompecabezas de brazos y piernas que avanzaban flotando de noche al garete de las aguas. Más abajo, el agua amansada los iba depositando, piadosa, en cualquier recodo, orillándolos, abandonándolos al filo de una playa en la ribera, para que terminaran allí de mala manera, pudriéndose al sol, el viaje de oprobio al que fueron condenados. En tiempos de esa mala sombra que se llamaba Capitán Veneno empezaron estos ríos a oficiar su lenta liturgia mortuoria acarreando cuerpos corriente abajo, río abajo arrastrando despojos, intentando ahogar su recuerdo en las aguas turbias pero sin poderlos finalmente arrancar de la memoria de los vivos, donde permanecen. ¿Acaso no oyes los gritos? Los lamentos, ¿no los oyes? Yo sí. Puedo oírlos. Sin embargo ahora sé que no son ellos. No son ellos, no. No son los muertos los que gritan aunque puedan. No van a gritar más aunque pudieran. Esos gritos que se escuchan son los gritos de los vivos, los que han ido quedando tras la matanza, los sobrevivientes del desahucio. Son ellos, sí, y son suyos esos gritos, los lamentos que ahora se escuchan. Puedo oírlos porque han vuelto, porque regresan, siempre regresan. Han venido otra vez para pedirnos que no los olvidemos, que no olvidemos a sus muertos y es así porque ellos saben, como nosotros sabemos, que sólo una cosa hay peor que la muerte y es el olvido.

El alma se nos quiere salir por la boca, tiemblan los músculos y las piernas se niegan a respondernos. Nos va faltando el aire en los pulmones y el hambre empieza a acosarnos con furia de perros rabiosos. De un paso a otro paso, mil gritos de impotencia, mil gemidos, mil lamentaciones. Mengua la voluntad y sin embargo, sin que pueda saberse cómo, el pulso se acelera. Hierve la sangre cuerpo adentro, venas adentro un torrente de furia se dispara. Sangre y sudor se mezclan y hacen un río que se arrastra, quemando, por sobre el cuerpo casi vencido, sobre la piel adolorida y lacerada... Ninguna cosa duele más que la impotencia de no saber qué hacer, aquella como una ausencia de razones, ese no poder entender el por qué la vida nos obliga a despeñar nuestra existencia por rumbos tan amargos, por caminos como éstos, por rutas de no saber a dónde ir, y seguir aún, seguir sin avanzar, sin ir a ningún lado. Los pasos se enredan, las sombras engañan y en medio de aquel tumulto de ruidos nocturnos que se escapan de entre el ramaje los caminos se confunden, la ruta se repite y entonces sobreviene el delirio, uno piensa que estamos avanzando sin avanzar, que regresamos siempre al mismo sitio y esto es así tal vez porque la vida es precisamente eso: dar vueltas en círculos, regresar, desandar las rutas por donde antes se ha transitado. Siempre es así. En caso de que en últimas podamos llegar a cualquier lado habremos de llegar para empezar de nuevo, para recomenzar, para iniciar otro episodio de infamia repetida, otro destino de desventuras pero esta vez en tierra nueva, en suelo ajeno, sin fuerzas y sin futuro, y además vacíos de vida, escasos de esperanza, con las bocas retorcidas en un rictus de amargura y los ojos alelados ante aquel paisaje de desconsuelo que es el exilio, ante aquella existencia sin porvenir a la que acabamos siendo confinados sin razón alguna, sin causa ni motivo.

El Sol que calienta el barbecho es el mismo sol que nos va quemando la piel año tras año. El cuero curtido se vuelve resistente a las inclemencias del tiempo, no hay viento ni aguacero que puedan doblegarlo. Así es la piel de la Imelda. La piel de mi vieja es una piel tibia, dulce, perfumada y blanda como tierrita de mayo, mojadita de agua de luna, olorosa a barro y a tronco seco de palo santo. Su piel parece hecha de corteza de roble. Tiene una piel recia, templada por los años. Tanto es así que al final ha podido resistirme todo el viaje sin quejarse, sin decir nada, caminando cuando ha tenido fuerzas para caminar o apoyándose en mí cuando le empezaba a faltar el aliento. No se me murió en los brazos como yo creía y ella esperaba, tal vez, queriendo facilitarme la huida, creyéndose un estorbo. Boberías que tienen las mujeres. Cómo me iba a estar estorbando la vieja si a final de cuentas ella es no sólo mis ojos sino también mis ganas. Esta vida tiene sentido porque está ella: no tenerla es no tener nada. Si esa vieja se me llegara a morir ahí sí es verdad que se me acaban las fuerzas, las ganas, todo, incluso la voluntad, esta voluntad de seguir vivo, porque mi voluntad es ella. Si la Imelda se me muere, si se me llegara a morir, yo voy a seguirla hasta en la muerte. Si la vieja se me va también me voy con ella.

¿No oyes los gritos? Yo sí los oigo. Acaso sea que me estoy volviendo loco pero los oigo, los sigo oyendo. Y por oírlos sé que algo me están pidiendo, una cosa en particular me piden aquellos muertos con sus gritos, con esos gritos destemplados y lastimeros, con sus voces de otro tiempo: me piden que no olvide, que no los olvidemos. Y cómo habría de olvidarlos si hasta sus nombres me sé y por saberlos es que ahora mismo he empezado a recitarlos de memoria, uno a uno. Cómo olvidarlos si aquellos nombres, atravesándose en medio de estas sombras, han acabado por enredarse en mis pensamientos, haciéndose un sitio en mis recuerdos y es desde allí que van rodando, cuando los nombro, de la boca hasta las manos para terminar en mis dedos, confundiéndose con las cuentas del rosario. Y es por eso que en el momento de los Mil Jesuses, cuando lo que debiera estar diciendo es Jesús mío, Jesús mío, Jesús mío…, con los ojos cerrados y sin apenas poder evitarlo he empezado a nombrarlos, voy repitiendo sus nombres, dejando escapar como en un rezo los nombres de aquellos cuya sombra empecinada continúa avanzando a contra todo como un rastro de aceite que no llega a fundirse con el agua, una mancha triste que se arrastra a flote sobre la corriente del río. Digo sus nombres, sí: digo Antonio y digo también Juan y digo Marta, Felipe, Celina, Cecilia, Rogelio, Reinaldo y Justino y Emiliano… y con estos nombres vienen otros y otros más detrás de ellos. Van pasando en procesión frente a mí, abriéndose camino en mis pensamientos. Los veo pasar. Pasan, sí, pasan igual que pasaban hace tantos años, ahora ya no, los feligreses en el tiempo de Cuaresma, durante las procesiones de la Semana Santa. Igual que ellos pasan, con los rostros iluminados por la luz mortecina que entre parpadeos agónicos iban desprendiendo los cirios encendidos. De noche, bajo la caricia intermitente de las veladoras, aquellos rostros exhibían un no sé qué de arrepentimiento que parecía cierto -tal vez lo era- y que se hacía más aún notorio cuando entonaban sus cantos, cuando soltaban al aire, como un lamento: Pequé, pequé, Dios mío; piedad, Señor, piedad; si grandes son mis culpas, mayor es tu bondad. Ahora todo es distinto, claro. Y estos de aquí, los mismos que ahora veo, o creo ver, pasando junto a mí muy lentamente, es seguro que no han venido para redimir sus pecados. No deambulan estos muertos en procesión por hacer acto de fe ni por estar urgidos de perdón, heridos de arrepentimiento. Vienen a implorar, a implorarnos. Están aquí para pedirnos, para suplicarnos, para rogar que no los dejemos hundirse sin más en el triste fango que es el olvido. Para mendigarnos un trocito de memoria, un pedacito de recuerdo. Para que los salvemos recordándolos, para que al recordarlos los libremos de aquello que es peor que la muerte. Ya le dije: me sé sus nombres de memoria y no sé muy bien por qué. No sé por qué pero conozco aquellos nombres, tantos, el nombre de todos esos muertos que no son nuestros muertos pero como si lo fueran, y tanto es así que ahora mismo incluso podría recitarlos como si de una oración se tratara y acaso se trate. A final de cuentas ellos han terminado por convertirse en el único remedio contra el silencio, este silencio mío, nuestro, el de ahora... Sus nombres, los sonidos de que estaban hechos aquellos nombres, es lo único que me queda, lo único que nos ha ido quedando después de tantos años, lo único que acabará por sernos útil en este empeño nuestro por sobrevivir al paso de las horas, en este intento desesperado por conjurar el olvido.

A veces a uno le entran como unas ganas tremendas de seguir siempre así, andando y andando los caminos, recorriendo distancias, pisando la hierba y dejándose acariciar por las ramas que se arremolinan formando rastrojos. En ocasiones pienso que está bien irnos de aquí, dejarlo todo, huir de los recuerdos que se arrastran como sombras, abandonarnos al mundo allá afuera, permitir que un aire nuevo y limpio nos llene los pulmones. Me gustaría poderme soltar al viento como una cometa y dejar que todo lo que me rodea converja en mí y ser al fin una misma cosa con el entorno; fundirme con la tierra de los caminos, ser a un mismo tiempo el agua del arroyo y las piedras por entre las cuales serpentea cantarina la corriente, ser las aves y ser también su vuelo y ser también su canto; sentirme musgo, hierba o árbol, cualquier cosa, todo y nada, volverme murmullo, fragor o apenas silencio, y entonces desnudo, menos que eso, desprovisto de cuerpo, libre de toda atadura, de toda forma humana, confundirme con el verde abrupto y vegetal del monte para empezar desde entonces y para siempre a ser paisaje. A veces quisiera esto y otras veces nada. En ocasiones se me ocurre pensar que vale más esa porción mínima de horizonte que cabe entero en el segundo de una mirada que una existencia plagada de ausencias como la mía, como la nuestra, porque así es la vida que hemos llevado: pobre y vacía, una sucesión de instantes abandonados, un paisaje de desolación, un universo pequeño y triste, muy triste, untado todo de tristeza por dentro.

En ocasiones como esas uno sueña con la muerte. Creo que tal vez sea eso. A veces se me atraviesa a ras del sueño una imagen extraña que yo supongo o quiero imaginar que es la muerte, la imagen de la muerte. No tiene forma humana, es más bien una sensación, como algo que percibiéramos a un mismo tiempo con todos los sentidos y es por eso que alcanzamos a tener aquello en cierto modo como una presencia, como una certeza. Es un sonido y es también un color y es un aroma acre con un regusto extraño, con un sabor como el de la sangre chamuscada, si la sangre chamuscada pudiera saber a algo, y es a un mismo tiempo una sensación táctil, una caricia arenosa, igual que si unas falanges de arena te rozaran la frente como queriéndote señalar el fin pero no es cierto. El fin no llega y en cambio el sueño vuelve y vuelve, se repite, todo el tiempo regresa y es siempre igual: una sombra, un murmullo que se arrastra por tu oído hasta doler y después todo lo demás y después aquel roce y otra vez el vacío y entonces nada porque todo vuelve a ser igual, porque no alcanzo a vislumbrar el final del camino aunque lo quiera tanto, aunque lo esté deseando, porque eso también es necesario decirlo: deseo morir. Tan simple como eso. Ha de ser quizás a causa del agobio que me han ido dejando los recuerdos, por puro cansancio, no más, porque estoy cansado de vivir, de recordar, cansado de sobrellevar este poquito de vida que me queda, que nos va quedando mientras seguimos aferrados inútilmente a un pedacito de esperanza fraguada en medio de un atado de recuerdos, atisbando a diario en los cajones de la memoria, por los resquicios que van dejando los años a su paso. Tal vez es por eso por lo que la muerte me sigue pareciendo cosa ajena. La muerte sigue siendo asunto de los otros. La muerte es aquello que se descuelga con ruido atronador sobre la corriente del río arrastrando entre sombras una algarabía de cuerpos desmembrados. La muerte es el olvido y es ajena. La muerte es la tristeza, esa sombra que llevamos anclada en el pecho como una herida que nos va doliendo hasta el último momento. La muerte es la pena, el agobio de andar por la vida sin encontrar redención ni olvido. Y es seguramente por eso, por no hallar al fin el modo de encontrarme con la muerte, de dar con ese final de ruta que tanto necesito, punto donde han de cerrarse todos los caminos, que he dicho lo que he dicho: que me gustaría acabar entonces siendo cualquier otra cosa, todo menos este cuerpo; que quisiera ser paisaje, claridad de aurora, distancia, madrugada, soplo de viento que pasa columpiándose por entre el verde de los cañaverales, murmullo de quebrada, olor de panela, gota de rocío temblando sobre una brizna de hierba, eso quisiera y sin embargo nada. El sueño persiste y persiste también la vida; se siguen sucediendo los días, las horas, los instantes y mientras tanto seguimos aquí, entre escombros, ahogados de recuerdos sin esperanza, aguardando el día en que por fin la muerte, con su bendición, nos regrese a la tierra, nos funda con el polvo, nos devuelva a la nada.

Había emprendido la ruta del destierro con la Imelda de mi mano, con la vieja a cuestas cuando nos expulsaron, cuando nos sacaron del sitio donde nacimos, donde vivimos durante tantos años. Nos sacaron, pues, nos echaron. Nos condenaron a un exilio sin causa porque no nos querían, no más. Porque éramos tal vez un estorbo para sus planes, para sus intereses, para los propósitos de una guerra sin propósito, sin razones ni justicia. Creyendo salirle al paso a la muerte acabamos partiendo una madrugada sin darnos cuenta que antes de salir ya estábamos muertos, que nuestra sentencia de muerte fue el destierro porque de todas maneras el futuro tampoco nos iba a ser propicio. Cuando finalmente quisimos establecernos en tierra nueva, supimos que aquella tierra nos recibía con desgano y entendimos además que tampoco habría de alimentarnos porque no podía, no puede, y no puede porque no nos quiere, porque tan sólo sabe vernos como invasores, como una molestia, como una amenaza. Es por eso que ahora mismo nos grita, nos está gritando, que nos vayamos, nos sugiere que nos marchemos, nos recuerda que no nos quiere y se niega a darnos cobijo. Y es así que volvemos a estar otra vez como al comienzo, peor que al comienzo, nuevamente convertidos en trastos inútiles, en estorbos. Esta tierra también nos rechaza, y por rechazarnos nos obliga a partir. Que se vayan, nos repite, inquietándonos la calma, negándonos su alimento, empujándonos otra vez al exilio. Y ahora, ¿qué?, se preguntará usted. Y yo ya no sé qué responderle. Ya no puedo, ni quiero, responderle, porque no sé, porque nos quedamos sin respuesta como tal vez se habrán quedado sin respuesta tantos otros. Hemos visto el modo infame en que la vida nos ha ido cerrando todos los caminos y ya tan sólo nos queda esperar la muerte, esa misma muerte que, como le dije antes, ya traíamos encima desde antes, desde siempre. De noche, cuando atravesábamos el bosque sorteando caminos en medio de las sombras, supimos que nada podría matarnos entonces porque ya estábamos muertos. Nos habíamos convertido en sombras, apenas dos fantasmas avanzando inútilmente en medio de la selva, arrastrando nuestra soledad entre los rastrojos, agonizando aturdidos de tanto silencio, desvaneciéndonos lentamente mientras contemplábamos el triste reflejo de lo que fuimos perdiéndose poco a poco, disolviéndose aguas abajo, hundiéndose en el oscuro espejo del río. [EJCC, 2010-2018]


EPÍLOGO (a modo de contexto):

El anterior relato constituye apenas, muy a nuestro pesar, un modesto atisbo a una realidad que supera, en mucho, el espacio que comprenden estos breves folios. Esperamos poder sin embargo, a través de esta simbólica y modesta reflexión, constatar el arduo y trágico destino que en la actualidad padecen un gran número de familias que, a consecuencia de la situación de violencia creciente que estuvieron afrontando en sus poblaciones de origen, se vieron un día forzadas a abandonar sus casas, sus tierras, su pueblo, su país, para internarse monte adentro, selva adentro, camino del destierro, hasta acabar en no pocos casos traspasando la frontera, intentando, tal vez, vislumbrar un horizonte nuevo en patria ajena, esto como consecuencia de la sentencia infame a la que les fue obligando la suerte, la mala suerte, la mala muerte, esa sombra malvada que noche tras noche y poco a poco les fue empujando al exilio.
Ante la contundencia de lo que durante décadas se vivió y se ha vivido en estas zonas de frontera, cualquier intento de callar, de sumar más silencio a ese silencio al que a veces obligan el miedo y las circunstancias, sería poco menos que infame. De ahí la necesidad de poner por escrito, en letra impresa, la presente historia, que es en esencia una historia de ficción, pero que bien pudiera servir a modo de testimonio y -si la bondad del lector lo permite- obrar en defensa de tantas voces anónimas que han resultado acalladas, silenciadas, abandonadas al olvido.
Las familias que, en situación de desplazamiento forzado por causas violentas -en razón del asedio y del miedo a que fueron sistemáticamente sometidos- hoy viven en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, en muy precarias situaciones en la mayoría de los casos, constituyen un tema sensible que debe ser objeto de estudio y esmerado análisis con miras a encontrar alternativas viables que sirvan para ofrecerles, mediante programas educativos, asesorías legales y otros mecanismos de apoyo, el acceso a un digno reencuentro con la vida.
Y si reconocemos hasta qué punto es sensible el tema de las familias como núcleo en general, no podemos negar que es más sensible cuando se habla del caso específico de las mujeres, sobre todo dada la doble condición de fragilidad a la que desde siempre han sido sometidas, primero por la discriminación de género que enfrentan como integrantes de grupos sociales en los que aún tienen vigencia ciertas pautas de comportamiento cuya naturaleza esencial sigue siendo la negación de derechos, el sometimiento y el abuso continuado en contra de la mujer; y en segundo lugar por cuanto, en tanto víctimas directas de la misma problemática que les ha obligado a desplazarse de sus lugares de origen, son ellas quienes, en la mayoría de los casos, terminan viéndose en la necesidad de hacer frente, solas, al sostenimiento del núcleo familiar en razón de la ausencia frecuente de la figura paterna, el padre, a quien en muchos casos han perdido como consecuencia directa de los mismos factores que han definido el conflicto que las ha traído hasta el presente de infamia continuada en el que ahora se ven obligadas a sobrevivir [El autor].

Créditos de ilustraciones: 1] Desconocido, derechos reservados; 2 y 3] Wilfred Piñeyro (1999)

jueves, 5 de marzo de 2015

LUNA DE MANDIOCA [Cuento] Elkin J. Calle, 2010

Preámbulo: como regalo a mis lectores, en este retorno a mis actividades de blogger, con una blog ligeramente renovado además en cuanto a su diseño, incluyo a continuación uno de mis relatos, LUNA DE MANDIOCA, escrito el día seis de diciembre de 2010. Lo acompaño de una ilustración que me hiciera, hace algunos años, el extraordinario ilustrador y artista Wilfred Piñeyro.

Otra vez la Luna está brillando allá en lo alto, en lo muy alto, en lo más alto de la noche. Redonda y enterita está, como una palangana. Parece pan de casabe: una gran torta de casabe, eso parece. Es lo que pienso siempre. No se me ocurre otra cosa. No soy capaz de pensar en nada distinto. Y eso es lo que parece, a decir verdad. En noches como esta noche se me antoja que la Luna está hecha de casabe, al menos eso creo, creo que la Luna es pan de casabe: Luna de mandioca, tapioca amasada colgando en las alturas, dorándose allá arriba en lo más hondo de ese horno oscuro de carbones dispersos que es la noche: noche tachonada de estrellas: carbones que titilan y se apagan y luego vuelven a encenderse, igual que la Luna. El asunto de rayar la mandioca no es cosa difícil, lo sé porque a mí también me ha tocado. Hay una mandioca que es dulce y hay también una mandioca amarga y por ser amarga trae ponzoña, leche envenenada. Cuando se la raya la mandioca suelta un juguito que es blanco como la leche y es casi dulce y pegajoso. A veces incluso la mandioca dulce se pone amarga cuando se la muele para hacer tapioca y en ocasiones sigue siendo amarga cuando se la amasa pero después no más. En el fogón, con las brazas encendidas, hasta a la leche rabiosa de la mandioca amarga se le baja la arrechera y ya no es más amarga ni molesta ni te envenena ni quema la lengua con ese amargo que se te queda pegado en la boca por varios días seguidos y hace que todo pierda su gusto habitual y es por eso que las cosas acaban por saber siempre a lo mismo: a leche de mandioca, de mandioca cruda. Una vez me pasó y desde entonces no he vuelto a pegar la lengua a la masa ni me ha dado por llevarme los dedos untados con aquella leche hasta la boca. Uno aprende. Ña Titina me lo dice siempre, me dice que es bueno que me pasen esas cosas para que aprenda: aprenda, re zonzo, así me dice y me dice también que eso me pasa por estar queriendo siempre probarlo todo, saber a qué saben las cosas. Entonces aprendí, esa vez aprendí, y aprendí también que existe esa otra mandioca mala de la que sin embargo igual se puede hacer tapioca: la mandioca amarga, cuya leche es más que amarga: agüita blanca envenenada que cuando la bebes te estruja por dentro y te hace doler hasta las tripas y entonces sientes como unos retortijones en la barriga que no hay quien los aguante y después te hace salir espuma por la boca y al final te pone a dormir para siempre. Eso lo supe porque me lo contaron. Tal vez fuera por eso por lo que taita Eladio ya no despertó más: por haber bebido leche de mandioca amarga, amarga y mala, más que mala, portadora de un veneno que es casi tan peligroso y mortal como el curare.

¿Quién habrá hecho el trabajo de rayar la mandioca para hacer una torta de pan de casabe del tamaño de la Luna? ¿Quién será el que se pone a hornear de noche y allá en lo alto aquel bonito pan de casabe? A veces me da por pensar tales cosas y entonces pienso también en el montón de tapioca que habrá hecho falta para lograr un pan así del tamaño de la Luna: la gran torta lunar. Taita Eladio me dijo una vez que él sabía cómo preguntarle cosas a la noche, que había aprendido a interrogar las estrellas. Una vez me lo dijo, me dijo que él sabía eso y puesto que lo dijo tendrá que haber sido así porque a taita Eladio nunca le dio por hablar de cosas que no fueran ciertas, yo lo sé. Ahora pienso que tal vez debí pedirle entonces que me enseñara, que me revelara el secreto para hacer tal cosa, que me adiestrara en el arte de preguntarle a la noche y de hablar con las estrellas. Aunque visto que yo nunca he podido aprender casi ninguna cosa es seguro que tampoco habría conseguido aprender algo así, un conocimiento como ese, reservado tal vez para muy poca gente, para gente como el taita. Esas cosas no las aprende cualquiera y menos alguien incapaz de figurar ni tantico así incluso para cosas más simples, alguien como yo: vacío de mollera y de entendimiento según les he oído decir, con el tatuco por un lado seco y por el otro enredado, embejucado, así soy, tan poquitico, tan casi nada que a mis años prácticamente ninguna cosa útil he sido capaz de asimilar y es algo de lo que por lo visto nadie tiene la culpa. Ahora mismo, sin embargo, quisiera saberlo, quiero decir que me gustaría ser capaz de hablar con la noche y las estrellas, pero no es cosa fácil. Si fuera el caso nada más que de hablarle a las estrellas pues claro que uno les puede hablar, lo difícil es conseguir que te respondan, ahí está el asunto: el asunto es lograr que la noche y sus astros te contesten y te digan las cosas que quieres oírles decir. ¿De qué hablaría el taita con las estrellas? ¿Qué cosas le habrá preguntado alguna vez a la oscuridad? Eso ya no hay quién lo sepa ni quien pueda saberlo. Ojalá conociera yo, como él lo conocía, aquel secreto: el secreto para interrogar a la noche y su desfile de astros. Si supiera cómo hacerlo entonces le preguntaría por la Luna, eso le preguntaría: le pediría que me dijeran de qué está hecha la Luna. Si yo fuera capaz de sacarle conversación a las estrellas les contaría además lo que pienso cada vez que me da por mirar la Luna, la gran esfera plateada, y entonces les diría también lo mucho que me gusta, lo que me gusta mirarla, especialmente por lo que ya dije: porque se me antoja que es como un enorme pan de mandioca tostándose lentamente allá en lo alto, en lo más alto de la noche. 
Lo cierto de todo esto es que me gusta mirar la Luna, pero no debo. Ña Titina dice que no, que no conviene, que no puedo hacerlo porque me pongo bruto, porque me pongo peor de bruto y entonces me da por hacer cosas malas y por armar alboroto, eso dice. Ha de ser por eso por lo que en noches como ésta les da siempre por lo mismo, por encerrarme. Cuando la Luna está grande y redonda y se la puede ver enterita, como ahora, entonces me encierran, me encierran para que no la mire, para que no pueda mirar la Luna, aquel lindo globo de espumas, mi pan de mandioca, la gran torta de casabe colgando feliz e iluminada allá lejos, allá arriba. Pero ocurre también que a veces se les olvida, hay cosas que todavía olvidan: hoy, por ejemplo, han olvidado por donde va la Luna y no saben entonces qué noche es esta noche ni de qué tamaño es la esfera que ahora tenemos brillando en las alturas. De tanto girar y girar mientras pasa el enorme globo allá en lo alto van perdiendo la cuenta y es por eso que no se han percatado del día que es este día, de la noche que es esta noche. La Luna ha dado otra vuelta alrededor del mundo y pronta está a finalizar su ronda, su danza celeste. Esta noche un mes lunar se cierra y se abre el otro. Ña Titina se fue a dormir temprano dizque porque sentía que le iba a dar la calentura, así dijo. Tempranito, huyendo del sereno, fue y se encerró en su cuarto y se metió en la cama envuelta, como acostumbra, en un nido de colchas y almohadones. Y por no haber mirado ni tantico así para el cielo nocturno fue entonces por lo que no pudo ver la Luna, la Luna redonda y bonita que desde hace rato está como sonriéndome desde lo alto. Me sonríe tal vez porque yo sí la vi, la vi y entonces lo supe y por saberlo fue que decidí echarme a dormir en un rincón de la cocina sobre unos costales de fique, pero lo hice nada más que para despistarlos, para que otra vez creyeran que me había quedado dormido, para que no sospecharan, para que viéndome así pensaran que otra vez me había entrado la dormidera, como antes, como cuando me daba nada más que por dormir y entonces dormía hasta dos días seguidos sin que nadie supiera el por qué. La verdad es que yo tampoco lo sé, lo único que sé es que de pronto me entraban como unas ganas tremendas de cerrar los ojos y de irme a descansar y entonces eso hacía: echarme a dormir y dormir mucho. Recuerdo que lo único que me sacaba del catre en el que dormía allá en la pieza o sobre los costales de fique era aquel dolorcito que se me iba arrastrando por las tripas. Primero me sonaban las tripas y después empezaba a sentir como unas puntadas por dentro y era el hambre, entonces me levantaba y les pedía comida pero ocurría que no siempre me daban de comer o lo que me daban no era suficiente para quitarme las ganas, para llenarme la panza, entonces sabía que tenía que buscar otra cosa, cualquier cosa, lo que sea que encontrara. Por eso ahora puedo decir que ya lo he probado todo o casi todo, hasta el maíz, los granos gordos y amarillos del maíz también los he probado, conozco el saborcito simple y seco, sin sustancia, de aquellos granos con los que Ña Titina alimenta las gallinas que cría en los corrales. Otras veces optaba por irme hasta la huerta y robarme de allí lo que encontrara, unos cuantos tomates, por ejemplo, así estuvieran verdes qué más da, igual me los comía, aunque tienen mejor sabor si están maduros que es cuando lucen rojitos y son dulces, hinchaditos de jugo. La cebolla cruda también me la he comido y casi me gusta, en apenas tres mordiscos soy capaz de zamparme entera una cebolla grande, redonda y morada, cuya agüita le deja a uno un gustico picante en la lengua, un saborcito que no molesta para nada. También es bueno el ñame crudo, es bueno aunque sabe mejor la batata porque es dulcita, la que no es dulce es la papa que te deja además en la boca un sabor parecido al de la tierra, la tierra seca. Con el hambre te suenan las tripas y se te quitan de una vez todos los remilgos, entonces ya no hay modo de hacerle asco a nada. En cierta ocasión eran tantas las ganas de seguir comiendo que sin pensarlo dos veces fui y me zampé dos buenos tatucos repletos con ese caldito tibio y salado, mezcla de conchas de papa y de plátano, pedazos de cebolla y tomate y restos de comida, que Ña Titina cocina en grandes latas de manteca sobre el fogón de leña, ese que luego yo mismo voy y vierto en los comederos para que se alimenten los marranos, para que engorden los verracos.

Tal vez porque no se dieron cuenta, por no haber visto la Luna, o tal vez porque me vieron así como estaba, despanzurrado, echado sobre el fique en un rincón de la cocina y por eso entonces creyeron que otra vez había entrado en uno de mis arrebatos de sueño, de esos que suelen durarme hasta dos días enteros con sus noches, lo cierto es que hoy también se les olvidó encerrarme. Otra vez se les pasó por alto lo de encerrarme en el cuarto y amarrarme del catre como acostumbran. Y es por eso por lo que finalmente pude otra vez escaparme de la hacienda y echar pa’l monte. En tantico no más lo supe derechito cogí pa’l monte, pa’allá lejos, cuando supe que ningún ruido podía oírse ya en la casa, algo que sólo ocurre cuando están durmiendo, cuando ya todos han caído redonditos en el sueño. Deslizándome por entre las sombras fui y tomé el camino que se abre luego de la empalizada, andando y andando lento, muy lento, con las manos sembradas en los bolsillos y silbando bajito una tonada, aquella que tantas veces antes se la había escuchado cantar al viejo. Entonces pensé en taita Eladio. Al rato de estar caminando llegué hasta lo alto de un cerro, el alto de los Mamones, salté la alambrada que bordea el camino y de ahí cogí loma arriba hasta llegar aquí, donde estoy ahora, subido en esta piedra grande y alta desde donde se vigilan los potreros porque encaramado en ella queda uno en posición de abarcar todo el paisaje que se abre por encima de la cañada y entonces la vista te llega hasta más allá del otro lado del río, más allá del hato Rancho’e Luna, la finca de don Francisco, el taita de Mencha, de Menchita, el papá de la niña Mercedes. Bonita que era esa muchacha, esa muchachita tan re linda, tan pura risa y además tan buena gente la condenada. Todavía la recuerdo. Fue antes de que el viejo la mandara para la capital. Recuerdo que venía de visita para traerme las frutas que a mí me gustaban: guayabas y chirimoyas y nísperos maduritos que se te deshacían en la boca en ríos de miel pura y fina, sabrosa miel perfumada. Los sacaba de la finca de su taita, a escondidas del viejo, don Francisco, ese señor que nunca pudo verme sino con ojos malos, mirada de rabia y de disgusto. Y era así porque no le gustaba, tal vez porque no le gustaba mi estampa, lo cierto es que nunca pude caerle bien, nadita de bien, eso lo sé, lo sé aunque él diga lo contrario, aunque lo niegue, aunque asegure que aquellos perdigones no salieron de su trabuco, que no fue él quien disparó aquella tarde. Yo estaba subido en una mata junto al lindero, encaramado en lo alto, atarugándome de guayabas y de tanto en tanto llenándome la panza con la pelusita jugosa, dulce y amarga, que tienen por dentro los mamones. Entonces ocurre que de pronto siento unos picotazos entre la espalda y la nalga, como si con cien agujas te pincharan a un mismo tiempo y yo creí que eran las hormigas, los bachacos que muerden tan duro pero no, no eran los bachacos, aquello eran perdigones, bolitas de plomo que escupen las escopetas, que se te hincan duro en la carne y que te duelen. Perdigones que llegaron volando nadie sabe de dónde pero yo si sé, venían derechito de aquella mirada, de aquellos ojos malos. Luego me los tuvieron que sacar uno por uno de debajo del pellejo aunque no todos, no salieron todos y por eso alguno queda por ahí que me anda bailando de la nalga hasta el sobaco, en un sube y baja que da cosquillas y algunas veces me produce una piquiña que no se aguanta y entonces tengo que pedirles que me ayuden, que me rasquen, porque el brazo no me alcanza, porque las uñas no llegan hasta donde tendrían que llegar, allí donde necesito rascarme… A veces no hay quien se comida y es cuando, en el desespero, agarro a restregarme de medio lado contra el tronco de algún árbol grande como el mamón del patio; me restriego igual que hacen los marranos; me restriego tanto y tanto, porque es tanta la picazón, que al rato se me levanta el pellejo, se me lastima la piel hasta que brota la sangre y es entonces cuando la cosa se pone peor porque ya no es sólo la piquiña, ahora es también el ardor, el dolorcito agudo que produce la carne deshilachada, en pellejitos a causa de haberme estado restregando así de un modo tan salvaje. Siempre es Ña Titina la única que se apiada de mí. Viene y entonces me unta tintura de árnica en las heridas y luego me acomoda, como enjalma de mula, un emplasto hecho con hojas de sábila, pedazos de penca sábila que ella sabe cortar en forma de láminas cristalinas: tajadas de un cristal verde y bandito. La sábila también la probé, alguna vez la probé, por eso sé que aunque buena para las curaciones la fulana penca es amarga como pocas cosas lo son, tiene un sabor de todos los diablos; es casi tanto o más agria, mucho más, que aquel juguito blanco, blanco y pegajoso, que escurre la mandioca amarga cuando todavía no se la ha tostado y molido para convertirla en tapioca: harina de mandioca que se amasa y se cuece para hacer el casabe. 
Colgando sigue la Luna allá alto, allá arriba. Se la ve más grande y brillante, más iluminada. Tranquila está en lo más alto. Ocupada en sus asuntos está, desentendida del mundo, igual que yo. Como la Luna estoy yo: ajeno a todas las cosas, olvidado del mundo, encaramado en esta piedra, pensando que tal vez la Luna pudiera estar hecha de mandioca aunque quién sabe. Tal vez no. Habría que ver si la mandioca se da por aquellos lugares, por esos campos de oscuridad, porque es sabido que no crece en todas partes como decía taita Eladio. Decía que la mandioca era un regalo de los dioses, un regalo para nuestro pueblo, y por eso sólo se da bien en estas tierras. Más allá de más allá de esas montañas, decía él señalando por encima de mi cabeza, sólo se cultiva mandioca mala y después ni siquiera esa. Del sur grande y profundo, de más allá del gran río al sur, pasando la selva enorme, el bosque grande, de allá nos vino la semilla de la mandioca que primero fue alimento guaraní y luego fue nuestro alimento, eso decía el viejo. Por eso y sólo por eso creo que la Luna tal vez no esté hecha de mandioca, porque sé que cuando el taita señalaba con la mano hasta donde él sabía que ya no podía sembrarse esta planta, aunque sus dedos apuntaran muy lejos, de seguro quedaba también excluida la Luna y su barbecho de sombras, sus confines, el cielo nocturno.

Es bonita la finca de don Francisco. Tanto si se la ve de cerca o de lejos es bonita: tiene balcones y un patio y una acequia y corrales con caballos. Está hecho de madera Rancho’e Luna, la casa donde nació la Mencha, de madera pintada de blanco por arriba y una franja roja por abajo. Sus techos de teja los sostiene un entramado de vigas de madera antigua y por tanto seca, muy seca, yo mismo pude comprobarlo. ¿Cómo será la hoguera que puede hacerse con una casa así? Son cosas que a veces pienso. En noches como ésta, cuando ocurre que se les olvida encerrarme, me brotan estos pensamientos y sin saber por qué. Si conociera el secreto que ya dije entonces le preguntaría a la noche, a las estrellas. Pocas estrellas hay allá arriba pero es igual, da lo mismo que estuvieran todas porque no sé cómo hablarles y aunque lo hiciera sé que no me contestarían, nunca van a decirme las cosas que en cambio sí le decían al viejo, al taita Eladio, a quien ya no volví a ver por la casa desde aquella tarde, cuando se quedó dormido. Que se había dormido para siempre, así me dijo Ña Titina. Y después dicen que uno dizque duerme mucho. Y claro que duermo, pero yo al menos todavía me despierto, siempre me despierto, aunque parece ser que algún día ocurrirá que no vuelva a despertarme, que me quede dormido para siempre, igual que el taita. ¿Cómo será dormir así, durante tanto tiempo? Tal vez lo que ocurre es que son tan bonitos los sueños que se sueñan entonces que uno ya no va a sentir ni tantico así de ganas de volverse a despertar, de otra vez abrir los ojos. Tal vez sea eso, quién sabe. El asunto de los sueños no lo entiendo muy bien. Pueda ser que tenga que ver con lo que me ocurre algunas mañanas, esas mañanas en las que me despierto y lo primero que hago es pensar en la Mencha, en la niña Mercedes. Pienso en ella y entonces siento que se me rueda hasta la boca, como salido de un sueño, un saborcito mezclado de nísperos con guayabas, aroma a fruta madura, olor del jugo dulcito del fruto del nispolero. ¿Será eso?  
La noche sigue avanzando, serena y tranquila. Giran los astros allá arriba, dibujando círculos de oscuridad en las alturas. La Luna inquieta se entretiene descolgándose sobre el mundo, sobre estos montes. Titilan las estrellas haciéndose guiños como en un juego, como si jugaran o tal vez como si estuvieran conversando, sosteniendo una charla distante, un diálogo incomprensible que tiene lugar en otro tiempo, a siglos de distancia. Desde hace rato quiero hacerlo. Tengo unas ganas tremendas de poner a arder un gran fuego, un fuego enorme, un horno para entibiar la Luna, para que siga luciendo siempre así: tostadita como el casabe, igual que el pan de mandioca. Un horno del tamaño de Rancho‘e Luna, así de grande tiene que ser. Un gran fogón hecho con las maderas de la finca de don Francisco. ¿De dónde me vendrán estas cosas? Ña Titina dice que es por la Luna, por causa de la Luna, eso dice. Será entonces. Pero esta noche Ña Titina no puede verme, no puede porque sigue allá en su cuarto, dormida. Hace rato, cuando fui otra vez hasta la casa para traerme de la cocina este leño encendido la vi y seguía durmiendo. Antes tomé la precaución de bajar hasta la finca que iba a ser de la Mencha para abrir los portones de las corralejas donde duermen los caballos, para que no les pase nada y tengan cómo escapar cuando encienda la candela, cuando se desate la chamusquina y empiece a arder Rancho’e Luna, el horno grande que voy a alimentar con sus maderas, el que se encenderá esta noche, la llamarada inmensa con la que quiero iluminar el cielo nocturno para hacerle cosquillas a las sombras con sus brasas, soltando al viento, como enjambre de luciérnagas ardientes, un caudal maravilloso de chispas encendidas, un río enorme de fuego que borde con sus trazos iluminados el pozo enorme de oscuridad: el oscuro manto estrellado bañado de luz de Luna.
 [Elkin J. Calle / Diciembre 6, 2010] 

GEISHA [obra original del artista japonés Utumaro] c1840


De regreso en mi blog luego de unos cuantos meses de ausencia. Como pretexto para este retorno cargado de renovadas energías, estoy incluyendo aquí una ilustración que hiciera hace casi seis años. Se trata de el torso de una Geisha, obra del artista japonés Utumaro. La pieza, cuyo original fue realizado alrededor del año 1840, la reproduje a manera de ejercicio, utilizando tinta china y vinilos en aguada, intentando semejar las texturas (transparencias) propias de la acuarela.
Si deseas ver otros trabajos míos (pinturas realizadas con acrílicos y pastel graso), puedes visitar el siguiente enlace: http://lavilladelosartistasperfiles.blogspot.com/2015/02/blog-post.html.

jueves, 23 de agosto de 2012

ROCKIN' THE SCREEN [Ciclo de cine]

ESTREMECIENDO LA PANTALLA [Historias en torno al rock, el folk y el blues] Sala audiovisual MAVET Carrera 6 con Calle 4, Esquina, Centro, San Cristóbal



01] WOODSTOCK (3 días de paz y música) La versión del director [1970]
Dir.: Michael Wadleigh Jueves 23/08/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: Un recorrido íntimo por el Festival de Música y Arte de Woodstock que tuvo lugar en Bethel, Nueva York, en 1969, incluyendo desde la preparación del espacio hasta las labores de limpieza finales una vez se hubo marchado la multitud. Escenas históricas que recorren el rodaje de los conciertos mientras se muestra el rostro de algunos de los asistentes al evento, ilustrando aspectos tanto positivos como negativos que van desde el uso de drogas y escenas de algunos fans desnudos nadando en el lago, hasta el colapso de las defensas cuando la multitud sobrepasó las expectativas de los organizadores, documentando incluso la escenas de corte surrealista que constituyeron el arribo al lugar de la Guardia Nacional estadounidense con alimentos y suministros médicos.

02] HELP [The Beatles] 1965 Dir.: Richard Lester
Lunes 27/08/2012 Hora: 6:00 p.m.  
Sinopsis: En un culto oriental se descubre que el anillo sagrado de sacrificios se ha perdido. El anillo lo tiene Ringo, baterista de la banda The Beatles, ya que la chica que iba a ser sacrificada se lo ha enviado como presente. Clang, Ahme, Bhuta y muchos otros miembros del culto parten a Londres con el propósito de recuperar la joya, confrontando a Ringo en un restaurante indio de la ciudad. Rápidamente Ringo comprende que si no regresa de inmediato el aro podría convertirse en la próxima víctima a sacrificar, pero el anillo se le ha quedado atorado en su dedo y no puede desprenderse de el. Se desata entonces una carrera contra el tiempo en la que John, Paul y George intentan de todos los modos posibles proteger a su amigo en tanto son perseguidos ya no sólo por Clang y sus seguidores sino también por un par de científicos locos y por el inspector jefe de Scotland yard. ¿Se salvará Ringo o acabará siendo sacrificado?

03] HAIR [1979] Dir.: Milos Forman
Martes 28/08/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: Esta película, basada en el aclamado musical de Broadway de los años 60s, cuenta la historia de Claude, un joven que llega a la ciudad de Nueva York proveniente de Oklahoma, entabla amistad con un grupo de hippies, liderados por Berger, y se enamora de Sheila, una chica que pertenece a una acaudalada familia de la ciudad. La felicidad de la pareja se ve afectada ya que Claude debe partir a la guerra de Vietnam.

04] CADILLAC RECORDS [2008] Dir.: Darnell Martin
Miércoles 29/08/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: La historia recorre aspectos diversos de una época caracterizada por el sexo, la violencia, la discriminación racial y el rock and roll. Ambientada en Chicago en los años 1950s, "Cadillac Records" muestra la exitante y a la vez turbulenta vida de algunas de las más aclamadas leyendas estadounidenses de la música, incluyendo a Muddy Waters, Leonard Chess, Little Walter, Howlin' Wolf, Etta James y Chuck Berry.

05] THE WALL [1982] Dir.: Alan Parker
Jueves 30/08/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: La película cuenta la historia de un cantante de rock (Pink) quien, sentado en la habitación de su hotel, en Los Angeles, luce agobiado a causa de los excesos que implica estar inmerso en el mundo de la música y ya sólo es capaz de actuar en público con ayuda de las drogas. Basada en el album doble homónimo de 1979 de la banda británica Pink Floyd, la historia comienza mostrando al joven Pink saturado por el enfermizo amor de su madre. Años después se le ve siendo víctima de burla por parte de sus maestros de escuela al darse cuenta que le gusta escribir poemas. Poco a poco, el personaje va construyendo una pared en torno a sí mismo en procura de encontrar resguardo frente a las amenazas del mundo exterior, de la que forman parte también las relaciones amorosas, todo lo cual es mostrado en el film en una abigarrada secuencia de imágenes y música que avanza en crescendo hasta un inusual desenlace en el que el muro acaba siendo derribado y el personaje al fin se libera.

06] ACROSS THE UNIVERSE [2007] Dir.: Julie Taymor
Viernes 31/08/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: Across The Universe cuenta una historia de amor de ficción que tiene lugar en la década de los 60s, años turbulentos caracterizados por la música (el rock and roll) las protestas anti-bélicas, la lucha por la libertad de expresión y los derechos civiles, y también por la exploración del subconsciente a través del uso de sustancias como el LSD. Al mismo tiempo musical, teatral, caprichosa y conmovedora, la historia se mueve del ámbito de institutos de secundaria y universidades de Massachusetts, Princeton y Ohio hasta la zona del Lower East de Manhattan, pasando por los guetos negros de Detroit, Vietnam y el área portuaria de Liverpool. En una mezcla de actuaciones reales combinadas con secuencias animadas, el film incluye una amplia muestra de las canciones de The Beatles que definen una época en particular.

07] THE BLUES BROTHERS 2000 [1998] Dir: John Landis
Lunes 03/09/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: Elwood, el ahora solitario "Blues Brother", finalmente liberado de prisión, acaba nuevamente reclutado por la Hermana Mary Stigmata para su última cruzada con la que busca recolectar fondos para un hospital de niños. Una vez más puesto en camino en procura de reunir su banda y ganar el primer premio en el concurso “Batalla de las Bandas de Nueva Orleans”, Elwood acaba siendo perseguido por la policía (encabezada por Cabel, hijo de Curtis, hermanastro de Elwood), la mafia rusa y un grupo de irregulares. Para su nueva “Misión divina”, Elwood cuenta con la ayuda de un joven huérfano y de un barman de un club de strip tease.

08] RADIO PIRATA (The boat that rocked) 2009 Dir.: Richard Curtis
Martes 04/09/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: "The Boat That Rocked" es una comedia de ensamble que cuenta una historia de amor que tiene lugar en medio de un escenario de música y juventud propio de los años 60s. La historia trata de una banda de DJs rebeldes que cautivan el público joven de Inglaterra transmitiendo la música que definió una generación y contraviniendo con ello la normativa oficial que clamaba porque sólo se pusiera al aire música clásica, y nada más. Quentin es el director de Radio Rock, una estación de radio pirata que transmite desde el medio del Mar del Norte y en la que trabaja un ecléctico equipo de DJs amantes del rock and roll.

09] WALK THE LINE (En la cuerda floja) 2005 Dir.: James Mangold
Miércoles 05/09/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: Crónica de la vida de la leyenda de la música country Johnny Cash [Joaquin Phoenix], abarcando desde su infancia en una granja algodonera de Arkansas hasta su ascenso a la fama a través de las grabaciones que hizo para el sello Sun Records de Memphis, donde compartió espacio con otros grandes como Elvis Presley, Jerry Lee Lewis y Carl Perkins. La película incluye aspectos diversos de su accidentado romance con la también estrella del country June Carter [Reese Witherspoon].

10] ALTA FIDELIDAD [2000] Dir.: Stephen Frears
 Jueves 06/09/2012 Hora: 6:00 p.m.
Sinopsis: High Fidelity gira en torno a la crisis de mediana edad de Rob (John Cusack), de treinta y tantos años y propietario de una tienda de discos quien se ve de pronto obligado a enfrentar la realidad y la realidad le exige crecer, madurar. En un hilarante homenaje al mundo de la música, Rob junto a un particular grupo de personajes que frecuentan su tienda, exponen algunas intrincadas situaciones de vida mediante canciones, al tiempo que intentan tener éxito en sus relaciones de adultos. Se preguntan: ¿escuchan música pop porque son miserables? ¿o son miserables porque escuchan música pop? Una comedia romántica que echa un vistazo al punto de vista masculino en relación a los asuntos del corazón.

miércoles, 19 de octubre de 2011

A MARIO DANIEL CERDA CUITIÑO

es algo así como la lluvia y el viento
cuando cae pasa cesa se va
o como las nubes cambiantes y viajeras
o uno en una estación ferroviaria esperando a nadie
es algo así como figurarse la primavera
en una desteñida tarde de otoño
o aquel pájaro de un poema q escribiera
y en su vuelo va perdiendo plumas
es nutrir la orfandad la ausencia y el olvido
con cantos risas y juegos de niños
es un hondo suspiro mario daniel
por donde uno se va lejísimos y retorna instantáneo
es la soledad q maúlla
y le responde el canto cristalino de una ave tempranera
es el mar distante aquí en estas montañas andinas
es
estoy seguro
el fin de un largo ciclo para empezar de nuevo
hay algo en el ambiente q lo anuncia en silencio
es la proximidad del renacimiento y la resurrección
la cercanía cada vez más vecina de la hermandad
es el alba insinuándose con lentitud de gota de tinajero

julio romero anselmi
san cristóbal, 2005

martes, 7 de junio de 2011

SEÑALES

Si me detengo un instante, si pudiera
apenas un segundo
un momentito de nada
detener la marcha de estos días
que pasan y van pasando
atropellados, iracundos, veloces…
y en medio de ese efímero remanso
de esa pausa mis pensamientos
aquietados de golpe
sin apenas poder comprender del todo ese reposo
aquel alto inesperado
ese como un detenerse, simplemente
sin ton ni son, podría decirse
consiguieran entonces y de pronto aligerar la marcha
y empezaran a rodar de un modo quieto
pausado, reflexivo tal vez
ajenos a toda forma de atropellamiento
sin prisa, sin esa furia que antes
les había estado animando la sustancia.

Si ocurriera, como digo, tal prodigio,
si pudiera ser
sabría entonces volver a lo de antes
redescubriría el modo de atisbar la vida
lentamente, acaso con sigilo
deteniéndome cauto en los detalles
atisbando minucias, pormenores
sorbiendo la existencia poco a poco
en tragos lentos, pausados
seguro, ahora sí, de no dejar pasar de largo
las pistas, las señales
que la vida nos suele ir poniendo en el camino
y que sólo vemos –si acaso las vemos-
tal vez demasiado tarde, a veces nunca;
y sin embargo allí estaban
allí estuvieron siempre, lo sabemos
o acaso sólo lo presentimos, es lo mismo
es igual porque de nada nos servirán entonces
porque ya no están más
porque se fueron
porque despreocupadamente
las fuimos dejando por ahí
por las rutas del mundo, a cada paso nuestro
en las esquinas
abandonadas para siempre y sin remedio
entristeciendo de olvido en los cajones
languideciendo de a poco en los baúles
desangrándose de pena en los rincones...

Elkin J. Calle [Abril/2010]

martes, 11 de enero de 2011

A María Elena Walsh


En la noche redonda,
redonda de oscuridad y Luna,
juega una niña alrededor de un aljibe;
colgada de un mantel de astros se columpia
luego, mientras avanza, sobre el manto oscuro
va pespunteando estrellas
con hilos robados a la cola de un cometa
_caminito de las sombras_
rumbo allá a lo más profundo
a lo más alto, a lo más hondo
como un tris de viento que canta
como un coro, un duende
que se hace música y oscuridad
perdiéndose allá, a lo lejos,
en un agujero abierto en medio de la noche
un soplo de Luna en camisón
el último aliento de un planeta
un sol que se apaga, que se extingue
allá en el mundo, allá en el Sur,
aquí en mi pecho no,
aquí sigue, jugando a hacer canciones
en una ronda que no cesa, que pasa y pasa
en torno del aljibe, junto al pozo:
una chispa, una princesa
una cometa, una estrella de mar
ah, y el mar, el son del mar
y aquella ciudad oscura como una tumba
aquellos edificios como sepulcros verticales
enormes y fríos, como piedras
de madrugada.
Adiós María Elena, qué suerte
que te me quedas en el corazón,
donde no cabe la muerte.

Elkin J. Calle [Enero 11/2011]