Otra vez la Luna está brillando allá en lo alto, en lo muy alto, en lo más alto de la noche. Redonda
y enterita está, como una palangana. Parece pan de casabe: una gran torta de
casabe, eso parece. Es lo que pienso siempre. No se me ocurre otra cosa. No soy
capaz de pensar en nada distinto. Y eso es lo que parece, a decir verdad. En
noches como esta noche se me antoja que la Luna está hecha de casabe, al menos
eso creo, creo que la Luna es pan de casabe: Luna de mandioca, tapioca amasada
colgando en las alturas, dorándose allá arriba en lo más hondo de ese horno
oscuro de carbones dispersos que es la noche: noche tachonada de estrellas:
carbones que titilan y se apagan y luego vuelven a encenderse, igual que la
Luna. El asunto de rayar la mandioca no es cosa difícil, lo sé porque a mí
también me ha tocado. Hay una mandioca que es dulce y hay también una mandioca
amarga y por ser amarga trae ponzoña, leche envenenada. Cuando se la raya la
mandioca suelta un juguito que es blanco como la leche y es casi dulce y
pegajoso. A veces incluso la mandioca dulce se pone amarga cuando se la muele
para hacer tapioca y en ocasiones sigue siendo amarga cuando se la amasa pero
después no más. En el fogón, con las brazas encendidas, hasta a la leche
rabiosa de la mandioca amarga se le baja la arrechera y ya no es más amarga ni
molesta ni te envenena ni quema la lengua con ese amargo que se te queda pegado
en la boca por varios días seguidos y hace que todo pierda su gusto habitual y
es por eso que las cosas acaban por saber siempre a lo mismo: a leche de
mandioca, de mandioca cruda. Una vez me pasó y desde entonces no he vuelto a
pegar la lengua a la masa ni me ha dado por llevarme los dedos untados con
aquella leche hasta la boca. Uno aprende. Ña Titina me lo dice siempre, me dice
que es bueno que me pasen esas cosas para que aprenda: aprenda, re zonzo, así
me dice y me dice también que eso me pasa por estar queriendo siempre probarlo
todo, saber a qué saben las cosas. Entonces aprendí, esa vez aprendí, y aprendí
también que existe esa otra mandioca mala de la que sin embargo igual se puede
hacer tapioca: la mandioca amarga, cuya leche es más que amarga: agüita blanca
envenenada que cuando la bebes te estruja por dentro y te hace doler hasta las tripas
y entonces sientes como unos retortijones en la barriga que no hay quien los
aguante y después te hace salir espuma por la boca y al final te pone a dormir
para siempre. Eso lo supe porque me lo contaron. Tal vez fuera por eso por lo
que taita Eladio ya no despertó más: por haber bebido leche de mandioca amarga,
amarga y mala, más que mala, portadora de un veneno que es casi tan peligroso y
mortal como el curare.
¿Quién habrá hecho el trabajo de rayar la mandioca para hacer
una torta de pan de casabe del tamaño de la Luna? ¿Quién será el que se pone a
hornear de noche y allá en lo alto aquel bonito pan de casabe? A veces me da
por pensar tales cosas y entonces pienso también en el montón de tapioca que
habrá hecho falta para lograr un pan así del tamaño de la Luna: la gran torta
lunar. Taita Eladio me dijo una vez que él sabía cómo preguntarle cosas a la
noche, que había aprendido a interrogar las estrellas. Una vez me lo dijo, me
dijo que él sabía eso y puesto que lo dijo tendrá que haber sido así porque a
taita Eladio nunca le dio por hablar de cosas que no fueran ciertas, yo lo sé.
Ahora pienso que tal vez debí pedirle entonces que me enseñara, que me revelara
el secreto para hacer tal cosa, que me adiestrara en el arte de preguntarle a
la noche y de hablar con las estrellas. Aunque visto que yo nunca he podido
aprender casi ninguna cosa es seguro que tampoco habría conseguido aprender
algo así, un conocimiento como ese, reservado tal vez para muy poca gente, para
gente como el taita. Esas cosas no las aprende cualquiera y menos alguien
incapaz de figurar ni tantico así incluso para cosas más simples, alguien como
yo: vacío de mollera y de entendimiento según les he oído decir, con el tatuco
por un lado seco y por el otro enredado, embejucado, así soy, tan poquitico,
tan casi nada que a mis años prácticamente ninguna cosa útil he sido capaz de
asimilar y es algo de lo que por lo visto nadie tiene la culpa. Ahora mismo,
sin embargo, quisiera saberlo, quiero decir que me gustaría ser capaz de hablar
con la noche y las estrellas, pero no es cosa fácil. Si fuera el caso nada más
que de hablarle a las estrellas pues claro que uno les puede hablar, lo difícil
es conseguir que te respondan, ahí está el asunto: el asunto es lograr que la
noche y sus astros te contesten y te digan las cosas que quieres oírles decir.
¿De qué hablaría el taita con las estrellas? ¿Qué cosas le habrá preguntado
alguna vez a la oscuridad? Eso ya no hay quién lo sepa ni quien pueda saberlo.
Ojalá conociera yo, como él lo conocía, aquel secreto: el secreto para
interrogar a la noche y su desfile de astros. Si supiera cómo hacerlo entonces
le preguntaría por la Luna, eso le preguntaría: le pediría que me dijeran de
qué está hecha la Luna. Si yo fuera capaz de sacarle conversación a las estrellas
les contaría además lo que pienso cada vez que me da por mirar la Luna, la gran
esfera plateada, y entonces les diría también lo mucho que me gusta, lo que me
gusta mirarla, especialmente por lo que ya dije: porque se me antoja que es
como un enorme pan de mandioca tostándose lentamente allá en lo alto, en lo más
alto de la noche.
Lo cierto de todo esto es que me gusta mirar la Luna, pero no
debo. Ña Titina dice que no, que no conviene, que no puedo hacerlo porque me
pongo bruto, porque me pongo peor de bruto y entonces me da por hacer cosas
malas y por armar alboroto, eso dice. Ha de ser por eso por lo que en noches
como ésta les da siempre por lo mismo, por encerrarme. Cuando la Luna está
grande y redonda y se la puede ver enterita, como ahora, entonces me encierran,
me encierran para que no la mire, para que no pueda mirar la Luna, aquel lindo
globo de espumas, mi pan de mandioca, la gran torta de casabe colgando feliz e
iluminada allá lejos, allá arriba. Pero ocurre también que a veces se les olvida,
hay cosas que todavía olvidan: hoy, por ejemplo, han olvidado por donde va la
Luna y no saben entonces qué noche es esta noche ni de qué tamaño es la esfera
que ahora tenemos brillando en las alturas. De tanto girar y girar mientras
pasa el enorme globo allá en lo alto van perdiendo la cuenta y es por eso que
no se han percatado del día que es este día, de la noche que es esta noche. La
Luna ha dado otra vuelta alrededor del mundo y pronta está a finalizar su
ronda, su danza celeste. Esta noche un mes lunar se cierra y se abre el otro.
Ña Titina se fue a dormir temprano dizque porque sentía que le iba a dar la
calentura, así dijo. Tempranito, huyendo del sereno, fue y se encerró en su
cuarto y se metió en la cama envuelta, como acostumbra, en un nido de colchas y
almohadones. Y por no haber mirado ni tantico así para el cielo nocturno fue
entonces por lo que no pudo ver la Luna, la Luna redonda y bonita que desde
hace rato está como sonriéndome desde lo alto. Me sonríe tal vez porque yo sí
la vi, la vi y entonces lo supe y por saberlo fue que decidí echarme a dormir
en un rincón de la cocina sobre unos costales de fique, pero lo hice nada más
que para despistarlos, para que otra vez creyeran que me había quedado dormido,
para que no sospecharan, para que viéndome así pensaran que otra vez me había
entrado la dormidera, como antes, como cuando me daba nada más que por dormir y
entonces dormía hasta dos días seguidos sin que nadie supiera el por qué. La
verdad es que yo tampoco lo sé, lo único que sé es que de pronto me entraban
como unas ganas tremendas de cerrar los ojos y de irme a descansar y entonces
eso hacía: echarme a dormir y dormir mucho. Recuerdo que lo único que me sacaba
del catre en el que dormía allá en la pieza o sobre los costales de fique era
aquel dolorcito que se me iba arrastrando por las tripas. Primero me sonaban
las tripas y después empezaba a sentir como unas puntadas por dentro y era el
hambre, entonces me levantaba y les pedía comida pero ocurría que no siempre me
daban de comer o lo que me daban no era suficiente para quitarme las ganas,
para llenarme la panza, entonces sabía que tenía que buscar otra cosa,
cualquier cosa, lo que sea que encontrara. Por eso ahora puedo decir que ya lo
he probado todo o casi todo, hasta el maíz, los granos gordos y amarillos del
maíz también los he probado, conozco el saborcito simple y seco, sin sustancia,
de aquellos granos con los que Ña Titina alimenta las gallinas que cría en los
corrales. Otras veces optaba por irme hasta la huerta y robarme de allí lo que
encontrara, unos cuantos tomates, por ejemplo, así estuvieran verdes qué más
da, igual me los comía, aunque tienen mejor sabor si están maduros que es
cuando lucen rojitos y son dulces, hinchaditos de jugo. La cebolla cruda
también me la he comido y casi me gusta, en apenas tres mordiscos soy capaz de
zamparme entera una cebolla grande, redonda y morada, cuya agüita le deja a uno
un gustico picante en la lengua, un saborcito que no molesta para nada. También
es bueno el ñame crudo, es bueno aunque sabe mejor la batata porque es dulcita,
la que no es dulce es la papa que te deja además en la boca un sabor parecido
al de la tierra, la tierra seca. Con el hambre te suenan las tripas y se te
quitan de una vez todos los remilgos, entonces ya no hay modo de hacerle asco a
nada. En cierta ocasión eran tantas las ganas de seguir comiendo que sin
pensarlo dos veces fui y me zampé dos buenos tatucos repletos con ese caldito
tibio y salado, mezcla de conchas de papa y de plátano, pedazos de cebolla y
tomate y restos de comida, que Ña Titina cocina en grandes latas de manteca
sobre el fogón de leña, ese que luego yo mismo voy y vierto en los comederos
para que se alimenten los marranos, para que engorden los verracos.
Tal vez porque no se dieron cuenta, por no haber visto la Luna,
o tal vez porque me vieron así como estaba, despanzurrado, echado sobre el
fique en un rincón de la cocina y por eso entonces creyeron que otra vez había
entrado en uno de mis arrebatos de sueño, de esos que suelen durarme hasta dos
días enteros con sus noches, lo cierto es que hoy también se les olvidó
encerrarme. Otra vez se les pasó por alto lo de encerrarme en el cuarto y
amarrarme del catre como acostumbran. Y es por eso por lo que finalmente pude
otra vez escaparme de la hacienda y echar pa’l monte. En tantico no más lo supe
derechito cogí pa’l monte, pa’allá lejos, cuando supe que ningún ruido podía
oírse ya en la casa, algo que sólo ocurre cuando están durmiendo, cuando ya
todos han caído redonditos en el sueño. Deslizándome por entre las sombras fui
y tomé el camino que se abre luego de la empalizada, andando y andando lento,
muy lento, con las manos sembradas en los bolsillos y silbando bajito una
tonada, aquella que tantas veces antes se la había escuchado cantar al viejo.
Entonces pensé en taita Eladio. Al rato de estar caminando llegué hasta lo alto
de un cerro, el alto de los Mamones, salté la alambrada que bordea el camino y
de ahí cogí loma arriba hasta llegar aquí, donde estoy ahora, subido en esta
piedra grande y alta desde donde se vigilan los potreros porque encaramado en
ella queda uno en posición de abarcar todo el paisaje que se abre por encima de
la cañada y entonces la vista te llega hasta más allá del otro lado del río,
más allá del hato Rancho’e Luna, la finca de don Francisco, el taita de Mencha,
de Menchita, el papá de la niña Mercedes. Bonita que era esa muchacha, esa
muchachita tan re linda, tan pura risa y además tan buena gente la condenada.
Todavía la recuerdo. Fue antes de que el viejo la mandara para la capital.
Recuerdo que venía de visita para traerme las frutas que a mí me gustaban:
guayabas y chirimoyas y nísperos maduritos que se te deshacían en la boca en
ríos de miel pura y fina, sabrosa miel perfumada. Los sacaba de la finca de su
taita, a escondidas del viejo, don Francisco, ese señor que nunca pudo verme
sino con ojos malos, mirada de rabia y de disgusto. Y era así porque no le
gustaba, tal vez porque no le gustaba mi estampa, lo cierto es que nunca pude
caerle bien, nadita de bien, eso lo sé, lo sé aunque él diga lo contrario,
aunque lo niegue, aunque asegure que aquellos perdigones no salieron de su
trabuco, que no fue él quien disparó aquella tarde. Yo estaba subido en una
mata junto al lindero, encaramado en lo alto, atarugándome de guayabas y de
tanto en tanto llenándome la panza con la pelusita jugosa, dulce y amarga, que
tienen por dentro los mamones. Entonces ocurre que de pronto siento unos
picotazos entre la espalda y la nalga, como si con cien agujas te pincharan a
un mismo tiempo y yo creí que eran las hormigas, los bachacos que muerden tan
duro pero no, no eran los bachacos, aquello eran perdigones, bolitas de plomo
que escupen las escopetas, que se te hincan duro en la carne y que te duelen.
Perdigones que llegaron volando nadie sabe de dónde pero yo si sé, venían
derechito de aquella mirada, de aquellos ojos malos. Luego me los tuvieron que
sacar uno por uno de debajo del pellejo aunque no todos, no salieron todos y
por eso alguno queda por ahí que me anda bailando de la nalga hasta el sobaco,
en un sube y baja que da cosquillas y algunas veces me produce una piquiña que
no se aguanta y entonces tengo que pedirles que me ayuden, que me rasquen,
porque el brazo no me alcanza, porque las uñas no llegan hasta donde tendrían
que llegar, allí donde necesito rascarme… A veces no hay quien se comida y es
cuando, en el desespero, agarro a restregarme de medio lado contra el tronco de
algún árbol grande como el mamón del patio; me restriego igual que hacen los
marranos; me restriego tanto y tanto, porque es tanta la picazón, que al rato
se me levanta el pellejo, se me lastima la piel hasta que brota la sangre y es
entonces cuando la cosa se pone peor porque ya no es sólo la piquiña, ahora es
también el ardor, el dolorcito agudo que produce la carne deshilachada, en
pellejitos a causa de haberme estado restregando así de un modo tan salvaje.
Siempre es Ña Titina la única que se apiada de mí. Viene y entonces me unta
tintura de árnica en las heridas y luego me acomoda, como enjalma de mula, un emplasto
hecho con hojas de sábila, pedazos de penca sábila que ella sabe cortar en
forma de láminas cristalinas: tajadas de un cristal verde y bandito. La sábila
también la probé, alguna vez la probé, por eso sé que aunque buena para las
curaciones la fulana penca es amarga como pocas cosas lo son, tiene un sabor de
todos los diablos; es casi tanto o más agria, mucho más, que aquel juguito
blanco, blanco y pegajoso, que escurre la mandioca amarga cuando todavía no se
la ha tostado y molido para convertirla en tapioca: harina de mandioca que se
amasa y se cuece para hacer el casabe.
Colgando sigue la Luna allá alto, allá arriba. Se la ve más
grande y brillante, más iluminada. Tranquila está en lo más alto. Ocupada en
sus asuntos está, desentendida del mundo, igual que yo. Como la Luna estoy yo:
ajeno a todas las cosas, olvidado del mundo, encaramado en esta piedra,
pensando que tal vez la Luna pudiera estar hecha de mandioca aunque quién sabe.
Tal vez no. Habría que ver si la mandioca se da por aquellos lugares, por esos
campos de oscuridad, porque es sabido que no crece en todas partes como decía
taita Eladio. Decía que la mandioca era un regalo de los dioses, un regalo para
nuestro pueblo, y por eso sólo se da bien en estas tierras. Más allá de más
allá de esas montañas, decía él señalando por encima de mi cabeza, sólo se
cultiva mandioca mala y después ni siquiera esa. Del sur grande y profundo, de
más allá del gran río al sur, pasando la selva enorme, el bosque grande, de
allá nos vino la semilla de la mandioca que primero fue alimento guaraní y
luego fue nuestro alimento, eso decía el viejo. Por eso y sólo por eso creo que
la Luna tal vez no esté hecha de mandioca, porque sé que cuando el taita
señalaba con la mano hasta donde él sabía que ya no podía sembrarse esta
planta, aunque sus dedos apuntaran muy lejos, de seguro quedaba también
excluida la Luna y su barbecho de sombras, sus confines, el cielo nocturno.
Es bonita la finca de don Francisco. Tanto si se la ve de cerca
o de lejos es bonita: tiene balcones y un patio y una acequia y corrales con
caballos. Está hecho de madera Rancho’e Luna, la casa donde nació la Mencha, de
madera pintada de blanco por arriba y una franja roja por abajo. Sus techos de
teja los sostiene un entramado de vigas de madera antigua y por tanto seca, muy
seca, yo mismo pude comprobarlo. ¿Cómo será la hoguera que puede hacerse con
una casa así? Son cosas que a veces pienso. En noches como ésta, cuando ocurre
que se les olvida encerrarme, me brotan estos pensamientos y sin saber por qué.
Si conociera el secreto que ya dije entonces le preguntaría a la noche, a las
estrellas. Pocas estrellas hay allá arriba pero es igual, da lo mismo que
estuvieran todas porque no sé cómo hablarles y aunque lo hiciera sé que no me
contestarían, nunca van a decirme las cosas que en cambio sí le decían al
viejo, al taita Eladio, a quien ya no volví a ver por la casa desde aquella
tarde, cuando se quedó dormido. Que se había dormido para siempre, así me dijo
Ña Titina. Y después dicen que uno dizque duerme mucho. Y claro que duermo,
pero yo al menos todavía me despierto, siempre me despierto, aunque parece ser
que algún día ocurrirá que no vuelva a despertarme, que me quede dormido para
siempre, igual que el taita. ¿Cómo será dormir así, durante tanto tiempo? Tal
vez lo que ocurre es que son tan bonitos los sueños que se sueñan entonces que
uno ya no va a sentir ni tantico así de ganas de volverse a despertar, de otra
vez abrir los ojos. Tal vez sea eso, quién sabe. El asunto de los sueños no lo
entiendo muy bien. Pueda ser que tenga que ver con lo que me ocurre algunas
mañanas, esas mañanas en las que me despierto y lo primero que hago es pensar
en la Mencha, en la niña Mercedes. Pienso en ella y entonces siento que se me
rueda hasta la boca, como salido de un sueño, un saborcito mezclado de nísperos
con guayabas, aroma a fruta madura, olor del jugo dulcito del fruto del
nispolero. ¿Será eso?
La noche sigue avanzando,
serena y tranquila. Giran los astros allá arriba, dibujando círculos de
oscuridad en las alturas. La Luna inquieta se entretiene descolgándose sobre el
mundo, sobre estos montes. Titilan las estrellas haciéndose guiños como en un
juego, como si jugaran o tal vez como si estuvieran conversando, sosteniendo
una charla distante, un diálogo incomprensible que tiene lugar en otro tiempo,
a siglos de distancia. Desde hace rato quiero hacerlo. Tengo unas ganas
tremendas de poner a arder un gran fuego, un fuego enorme, un horno para
entibiar la Luna, para que siga luciendo siempre así: tostadita como el casabe,
igual que el pan de mandioca. Un horno del tamaño de Rancho‘e Luna, así de
grande tiene que ser. Un gran fogón hecho con las maderas de la finca de don
Francisco. ¿De dónde me vendrán estas cosas? Ña Titina dice que es por la Luna,
por causa de la Luna, eso dice. Será entonces. Pero esta noche Ña Titina no
puede verme, no puede porque sigue allá en su cuarto, dormida. Hace rato,
cuando fui otra vez hasta la casa para traerme de la cocina este leño encendido
la vi y seguía durmiendo. Antes tomé la precaución de bajar hasta la finca que
iba a ser de la Mencha para abrir los portones de las corralejas donde duermen
los caballos, para que no les pase nada y tengan cómo escapar cuando encienda
la candela, cuando se desate la chamusquina y empiece a arder Rancho’e Luna, el
horno grande que voy a alimentar con sus maderas, el que se encenderá esta
noche, la llamarada inmensa con la que quiero iluminar el cielo nocturno para
hacerle cosquillas a las sombras con sus brasas, soltando al viento, como
enjambre de luciérnagas ardientes, un caudal maravilloso de chispas encendidas,
un río enorme de fuego que borde con sus trazos iluminados el pozo enorme de
oscuridad: el oscuro manto estrellado bañado de luz de Luna.
[Elkin J. Calle / Diciembre 6, 2010]
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