Debo empezar, necesariamente, aclarando que nadie me ha pagado por decir lo que ahora mismo y aquí me propongo decir. Es la verdad. De hecho, jamás he recibido de nadie dinero o dádiva alguna por pensar como pienso, mucho menos por ajustar mi pensamiento a conveniencia ajena. Tengo además, como lo tenemos todos, el derecho fundamental a defender mi libertad de pensar como quiero pensar.
No creo, por lo demás, que sea del todo posible el soborno en estos casos. Es decir, que nadie puede en verdad pagarte por pensar de un modo en particular, bajo unos determinados preceptos. Uno piensa como piensa. Punto. Y ese pensamiento no es otra cosa que el resultado de lo que somos, o de aquello en lo que nos hemos convertido a lo largo de ese siempre arduo y en todo caso diferente -y por eso mismo único- proceso al que llamamos formación (en este caso formación intelectual, es decir, preparación, adquisición de conocimiento) del cual es parte integral todo cuanto ha estado ingresando a nuestro cerebro en el curso de varios años, de muchos años tal vez, los años de nuestra vida: el tiempo que hemos permanecido vivos, aprendiendo, descubriendo, conociendo.
Todo cuanto nuestro cerebro percibe, incorpora, procesa, asimila, acaba configurando un corpus único y particular, que sólo puede ser de uno y de nadie más. Otros habrá que lleven una vida semejante a la tuya, tal vez bastante similar en algunos aspectos, muy probablemente con más de un elemento en común, pero nunca, sin embargo, idéntica, y es por ello que nunca podrán ser idénticos los razonamientos resultantes.
De modo pues que si uno piensa como piensa, si pensamos del modo en que pensamos, ha de entenderse esto como una consecuencia de lo que somos, de nuestras experiencias de vida, de nuestro aprendizaje, y también de las decisiones que hemos ido tomando (sean éstas acertadas o no). Se piensa en razón de eso, de lo que eres en esencia, de tus principios, todo lo cual contribuye a definir un particular modelo de razonamiento, una ideología, entendiendo por tal el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza nuestro pensamiento (resultado de la sana y natural amalgama, confrontación, combinación, yuxtaposición de una serie de ideas precedentes, que pueden ser tanto propias como ajenas.
Lo dicho: nadie puede comprar nuestra manera de pensar, de razonar, de ser. Puede haber, sin embargo, quien reciba dinero por cosa semejante pero no es cierto. En el fondo nunca será cierto que se deje de pensar de un modo determinado y se empiece así como así, radicalmente, a pensar de otro. Tal vez sólo se finge pensar de ‘ese’ otro modo, o intentan hacer creer que su razonamiento ha dado un giro pero es falso, absolutamente falso, pues lo esencial de nuestro razonamiento no puede revertirse de la noche a la mañana (aún cuando sea susceptible de adecuaciones, giros, reajustes…) No puede desaprenderse lo aprendido (puede, sí, complementarse, nutrirse, mejorarse) ni es posible ver las cosas con ojos diferentes a los propios, con una lente distinta a la que supone nuestro cerebro, dotado en general de capacidades extraordinarias, y en lo particular, de ciertas destrezas individuales que son las que hacen únicas las ideas expresadas por cada persona, aún cuando tengan en común el hecho de derivar de un proceso similar de preparación, es decir el aprendizaje previo de ideas diversas que son las que sirven de sustento, de base, a nuestro razonamiento.
Es en el ejercicio de nuestro pensamiento (una vez convertido en expresión verbal o escrita) donde podemos mostrarnos -y sentirnos- verdaderamente libres. Es allí, y sólo allí, donde podemos permitirnos ese lujo mayúsculo que significa vivir desprovistos de ataduras. Esto, claro, sólo cuando somos realmente libres de ejercer nuestro derecho a pensar (y en consecuencia obrar) al margen de toda obligación, de toda servidumbre, de cualquier forma de imposición que comprometa nuestro modo de proceder en el terreno de las ideas.
Preservar la libertad de pensamiento debería ser nuestra principal razón de vida, y nuestro mayor orgullo el poder decir alguna vez que nunca transigimos ni claudicamos ante presiones externas que amenazaran nuestros principios, que jamás renunciamos a nuestro modo de pensar, que siempre obramos en defensa de nuestras ideas, aunque en ello se nos fuera la vida. De hecho, defender nuestro derecho a pensar libremente equivale a defender nuestra vida. No es manera digna de estar vivo el no poder pensar con libertad.
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