La única posibilidad de convivencia armónica con nuestros semejantes -en especial con aquellos con quienes compartimos un mismo idioma, un mismo país, una misma historia, unas mismas ganas de hacerle frente a lo que nos depare el porvenir- pasa por la necesidad de aceptarnos en la diversidad: diversidad de ser, de sentir y también, por supuesto, diversidad en el modo de pensar. Aceptarnos implica reconocernos y valorarnos, y para ello es preciso aprender a respetar y a defender tanto el pensamiento propio como el ajeno.
Nuestra manera de pensar, si bien es única -en razón de su naturaleza individual- no es, sin embargo, "la única". El modo en que razonamos es inherente al proceso de formación intelectual que nos ha traído al presente, a nuestro desarrollo como individuos pensantes, con amplia capacidad para la comunicación, preparados para interactuar socialmente, dotados -en virtud de un arduo proceso evolutivo- de un cerebro que nos ha hecho hábiles en el ejercicio del razonamiento, capaces de discernir y de analizar, adecuadamente instruidos para la toma de decisiones.
Y si bien es idéntica la química y son unos mismos mecanismos los que hacen funcionar nuestra estructura cerebral, nunca podrán ser iguales las respuestas, los razonamientos generados a través de ese mismo proceso al que llamamos pensamiento. Son, por eso, tan variadas las ideas y tan distintas las formas en que se puede siempre mirar incluso a un mismo horizonte. El carácter de diverso no ha de tener de por sí una connotación negativa, antes todo lo contrario. Tal vez nuestra principal dificultad radica precisamente en no ser apenas capaces de aceptarnos y reconocernos como parte de esa diversidad, en no ser capaces de ver en lo opuesto, en lo distinto, nuestro complemento, esa otra parte fundamental de lo que somos, o de lo que aspiramos ser.
Ante tal renuencia de nuestra parte a reconocer mérito y valor a cualquier forma opuesta de pensamiento (a todo razonamiento que nos adverse) hemos preferido inclinarnos por abordar el asunto desde una óptica que quiere buscar en los extremos su justificación, obrando, pues, del modo más simplista posible, aplicando un esquema que quiere sugerir que se trata apenas de una simple confrontación de opuestos elementales: el bien y el mal, constantes de una fórmula única y pretendidamente infalible, incuestionable, susceptible de aplicarse a toda forma de razonamiento, sean éstos de tipo moral, político, económico o social.
Tal modo de proceder pareciera obedecer al evidente propósito, nunca manifiesto, de simplificar, con fines prácticos, la visión general de un plano de confrontación ideológico que sin embargo, en el contexto real se muestra, a todas luces, mucho más complejo, amplio, diverso y multiforme de lo que se intenta sugerir, el cual por lo tanto no puede sino ser considerado (entendido, afrontado, analizado) de ese mismo modo y no del modo simplista que ya dijimos y el cual constituye de por sí una ofensa a nuestra inteligencia por cuanto niega toda posibilidad de aproximación, lectura o análisis de la realidad -al menos de ésta realidad en particular- en tanto las mismas partan de un enfoque distinto al que ha sido previamente determinado, validado además de forma unilateral.
La capacidad de razonamiento, análisis y comprensión que poseemos de la realidad, gracias fundamentalmente a múltiples interacciones que tiene lugar en ese magnífico centro de almacenamiento y procesamiento de datos que es nuestro cerebro, nos permite concluir, sin excesivo esfuerzo, que en el campo de las interacciones humanas los absolutos son siempre extremos peligrosos, y que nada hay que pueda considerarse totalmente negro o definitivamente blanco. Una amplia gama de matices nos caracteriza, nuestra esencia es la diversidad y nuestro mayor convencimiento el respeto a las ideas, en especial porque ha sido a través de ellas (de nuestras ideas, nuestro pensamiento, nuestra creatividad e inventiva) que hemos ido avanzando, sorteando obstáculos a través de las edades, cosechando logros, equivocándonos a veces. Y porque creemos en las ideas como una suerte de mesa servida de posibilidades, sea tal vez que nos resistimos a aceptar supeditarnos sólo a una, aunque esta misma sea a su vez el resultado de una amalgama de muchas otras ideas, incluso aún cuando reconozcamos en ella nociones de mérito, elementos de gran valía.
Me niego a aceptar, por ejemplo, el hecho de que por cuanto hay un grupo con el pleno convencimiento de estar obrando bien, tal convencimiento sugiera, de manera implícita, que los otros lo están haciendo mal. Vale decir, igualmente, que tal lógica les hace también suponer que, dado que ellos están pensando acertadamente, los otros sólo pueden estarlo haciendo de manera errónea; y que son ellos, en fin, los detentadores de la razón, por lo que los otros, en consecuencia, sólo pueden estar equivocados.
Es cierto que en general nos hemos preparado para pensar -y de hecho pensamos- de un modo esencialmente distinto respecto de muchas cosas, y esto es así por múltiples razones. El reto está en encontrar los puntos de coincidencia, los elementos comunes, las cosas que nos acercan. El reto está en empezar a reconocer, de una vez por todas, que igual como puedo estar cerca del acierto bien podría estarlo igualmente del error, y que nada hay que pueda garantizarnos la infalibilidad de nuestras pretensiones. Y está también el reto en el hecho de aprender a aceptarnos en la diversidad, respetándonos y reconociéndonos como partes integrales, aunque eventualmente opuestas, de un mismo momento histórico. De manera individual, una serie de principios, valores e intereses nos caracteriza, dando forma, sentido y valor a los que somos, configurando lo que podríamos llamar nuestro ser social (hombres y mujeres pertenecientes a un grupo humano determinado): una carga nada despreciable que además de orientar el curso de nuestro razonamiento, da forma a nuestras ideas y determina en consecuencia el rumbo de nuestras acciones.
Es quizás ahí, precisamente ahí, donde el escenario se nos hace más complicado, es decir, cuando nos vemos en la inminente necesidad de reconocer en la voz del contrario una validez equivalente a la que suponemos subyace en nuestra propia voz. Lo que pareciera dificultársenos más en tanto individuos sociales, es la capacidad de reconocer y aceptar a aquellos que, abierta y manifiestamente, evidencian una manera de pensar, de razonar, distinta a la propia. Nos cuesta asumir la sola idea de que pueda pensarse de un modo diferente. ¿Cómo es esto posible?, nos preguntamos, como si resultara siempre tan obvio que las cosas que nosotros consideramos de un modo sólo pudieran considerarse de "ese" modo y nunca de un modo diferente. Envilecidos de soberbia suponemos que cualquier razonamiento opuesto es ante todo ingenuo, y en el peor de los casos malintencionado. Es decir, es como si asumiéramos que si no piensan del modo en que pienso yo es sencillamente por ignorancia, aunque casi siempre vamos a preferir creer que es por maldad, y si preferimos este razonamiento es tal vez porque de este modo logramos que se nos faciliten los argumentos en contra; es decir que nos resulta más fácil y cómodo tachar de "malvado" o de malintencionado a quien nos adversa porque de este modo estoy dejando establecido que es de mi lado que se encuentran los argumentos del "bien", de la "bondad", o de la "pureza de intenciones", queriendo con ello justificar y validar mi derecho incuestionable a refutar cualquier modo de pensamiento que se distancie del mío.
Es en el terreno social, y más precisamente en el campo de la política en tanto esta implica contraposición de ideas, donde con más frecuencia nos vemos en la necesidad de medirnos en nuestra capacidad de aceptación/reconocimiento del contrario. Hoy por hoy, en la arena política enarbolar una idea pareciera que sólo puede obedecer a dos causas probables: si va a favor de la suave brisa del razonamiento oficial, del ideario colectivo más o menos admitido de manera general, entonces sin duda ha sido motivada por los más altruistas sentimientos de nacionalismo y amor a la patria; pero si, por el contrario, tal idea fuera a contracorriente de los lineamientos impuestos y se permitiera confrontar en al menos un aspecto los dictámenes establecidos, entonces no cabe duda que obedece a los más oscuros propósitos y estaría de antemano viciada por el vil veneno de la traición.
Sin duda alguna, es tan errado suponer que la razón está siempre de nuestro lado como pretender lo contrario, es decir, que estamos completamente equivocados en nuestros ideales, en nuestras propuestas. Aunque nos manejemos dentro de un alto margen de certeza respecto a nuestros propósitos y los mecanismos que hemos dispuesto para alcanzarlos, siempre estará la posibilidad de errar acechándonos como una sombra. La pureza de intenciones, aunque fuera cierta, no basta para hacer infalible una idea. Ningún proyecto social puede llevarse adelante tan solo bajo el argumento de sentirse predestinados por alguna causa divina, incluso histórica, para conducir al pueblo hacia un porvenir diseñado a la medida de un cierto gusto particular, una especie de tierra prometida, un pretendido paraíso donde, tal como se anuncia, reinará eternamente la armonía y la igualdad. El delirio utópico estaría bien, pero vale decir que cabe, en todo caso, manejarse dentro de él con mesura. Valdría incluso preguntarse: ¿es posible el logro de tal cosa?; o lo que es casi lo mismo: ¿es realmente sustentable, en la práctica, un modelo social de tales características?
Obviamente nuestro interés no radica en dar respuesta a tales cuestionamientos, apenas nos permitimos enunciarlos por cuanto de algún modo tiene qué ver con el tema que nos hemos propuesto argumentar, es decir, el del respeto a la pluralidad, a la diversidad de ideas, al libre ejercicio del pensamiento como base para la consolidación de un modelo social en el que cada individuo sea capaz no sólo de reconocerse en sus propias ideas sino también en las ideas de quienes le adversan, de sus antagonistas; un individuo que sea capaz de aceptar a su contrario sin negarse a sí mismo, reconociéndole idéntica validez y peso a sus reflexiones, en especial por cuanto se supone que han surgido, al igual que las tuyas, de su propia experiencia de vida, de su particular proceso de formación y crecimiento intelectual y humano.
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